Licantén es un
pequeño pueblo rural del centro de Chile en la provincia de Curicó a escasos
kilómetros de la costa. Muy poco lo diferencia de otros pueblos aledaños:
Iloca, Curepto, Duao. Entre los diversos significados toponímicos de Licantén,
hay uno que es decidor: “lugar de la piedra”. Será en este pueblo donde en
octubre de 1894, nacerá Carlos Díaz Loyola quien, con el correr de los años, se
convertirá en el poeta Pablo de Rokha nombre que revela, entre otras cosas, un
homenaje a su tierra con especial fidelidad hacia su origen campesino. Seguir
los pasos de la biografía de De Rokha es seguir el ir y venir de un poeta que
se resuelve de modo intenso y trágico contra las barreras que la sociedad, el
estado, la religión, la política y el establishment cultural y literario
chilenos anteponen a la fuerza y furia de uno de sus hijos más personales en lo
que ha sido la poesía chilena del siglo XX.
En De Roka, poesía y biografía se confunden,
no en el sentido trivial de ver en una el reflejo de la otra en un tono
contemplativo o pasatista, sino en lo que implica el dramatismo de una época y
su crisis a lo largo y ancho de todo un siglo: la utopía de imaginar una nueva
sociedad, inventando y develando sus mitos primordiales. Así, lo mejor de la
poesía de Pablo de Rokha es un intento desmesurado por otorgar a la naciente
sociedad chilena sus relatos esenciales, su impronta épica e imaginaria donde
se fundieran de modo intenso lo popular y la alta cultura, la ruralidad telúrica
del ancestro campesino y la más sofisticada modernidad en el gesto vanguardista
aprendido en la poesía de Lautreamont, Rimbaud y el los diversos “ismos” contemporáneos.
Hay en la poesía de
De Rokha una violencia genésica que se trasluce en un lenguaje que pretende
abarcarlo todo: desde la experiencia nimia de la cotidianidad, hasta el ímpetu
épico de los grandes trastornos sociales del mundo. Ahí está, en el cuerpo
principal de su poesía, el fervor político que va desde un juvenil anarquismo
de carácter satírico contra la sociedad burguesa que se declara perpleja ante
la singularidad de sus manifestaciones –tal como sucede en sus intensos poemas
de Los gemidos de 1922– hasta el
quehacer poético comprometido con una militancia partidista no libre de
desilusiones, exigencias y dolores y que hacen palpable a De Rokha como un
poeta que desafía toda convención como puede verse en los poemas de Idioma del mundo y Genio del pueblo. Está también el afán de sentir e imaginar en una
serie de personae singularísimos los
avatares de un decir que se apropie de su propia lengua, una lengua entre profética
y adivinatoria, entre épica y lírica, entre crítica e increpadora. Así, sus
poemas Satanás, Escritura de Raimundo Contreras, Jesucristo, Moisés, Morfología del espanto y varios más,
deslindan no una voz, sino un puñado coral de voces que intentan aunar lo íntimo
y lo público, lo mágico y lo sobrecogedor, lo elevado y lo más sangrante de la
realidad común. Una poesía que es apoteosis de un gesto que resume de modo
irreductible lo sagrado y lo profano, de una manera que hace recordar tanto el
canto de trinchera como el himno consagratorio de las materias del mundo.
Con la torrencialidad
del fuego, la poesía de De Rokha, como muy bien ha indicado su mejor estudioso,
Naín Nómez, nos habla de una leyenda desgarrada entre Ulises y Prometeo, de un
bárbaro constructor de lenguajes barrocos, del creador de una lírica social que
se transforma en épica, de un poeta maldecido por la crítica oficial de Chile y
desconocido por la crítica internacional.
Errante de una
ciudad a otra para sustentarse en trabajos y labores efímeras y
circunstanciales, patriarca de una numerosa familia donde el arte y la poesía
fueron pródigos, pero no exentos de carencia material y sacrificios indecibles
–como el suicidio de sus hijos, los también poetas Carlos de Rokha y Pablo de
Rokha jr–, luchador incansable de sus ideales de transformación social e
incaudicable en sus actividades literarias como ensayista, polemista y director
de la revista Multitud, el
otorgamiento que se le hizo en 1965 del Premio Nacional de Literatura, vino a
ser un reconocimiento sin duda más que merecido, pero que llegaba tarde para
apaciguar su creciente desencanto con su circunstancia vital y social. Tras la
muerte en 1951 de su esposa, Winett de Rokha y la muerte sucesiva de sus hijos,
el desengaño hace mella profunda en su existencia de modo paulatino. Enfermo y
entreviendo una vejez imposible para sí mismo y fiel a su rebeldía cultivada
desde joven, Pablo de Rokha se suicida el 10 de septiembre de 1968.