Con la llegada
de fin de año llegan muchas cosas: la incertidumbre sobre dónde y cómo haremos
clases el año entrante, los cálculos casi infinitos para no dejar herido a
nadie con los obsequios navideños, la prisa de dejar todos los compromisos
administrativos y burocráticos bien atados para evitar sorpresas, la ensoñación
de no saber qué hacer con las escasas semanas de vacaciones que se vienen a
pasos agigantados. Y, por supuesto, las ineludibles, infaltables y sesgadas
listas de los mejores libros del año. En diarios, revistas y blogs de la más
diversa factura, esas listas deben estar ya armándose con mayor o menor apoyo
de encuestas, entrevistas o galardones, amén de cualquier otro recurso
estadístico que diga que éste o aquél es el libro más relevante, original o
prometedor del año que está por concluir.
Por mi parte, hace
un tiempo que le daba vueltas a la idea de hacer mi propio balance de lecturas
que durante este 2015 no ha sido menor, más que por la cantidad, por la intensidad
de cosas que me ha tocado leer. Mi balance posee como única ley, mi arbitrario
gusto y placer. Y eso significa, admirar aquellos textos que me hubiese gustado
escribir. Un anhelo, sin duda desproporcionado, pero que siempre sirve de
justificación para nuestras obsesiones. En ese sentido, siempre hay algo que
hace coincidir el texto leído que nos llama la atención y nuestra gana curiosa
de articular con cierta coherencia ideas o nociones que hasta el instante mismo
de leer, no eran sino espejismos de difícil dilucidación.
2015 fue un año
en que, como lector, mis intereses mayoritarios, pero no exclusivos, se
inclinaron a una serie de autores trasandinos, algunos ya conocidos por mí,
otros gratas sorpresas inesperadas: de los primeros, Alan Pauls y sus brillantes
ensayos reunidos en Temas lentos y El factor Borges; Ricardo Forster y sus
ensayos reunidos en La muerte del héroe;
Silvio Mattoni y sus poemas de La
división del día y sus ensayos de Camino
de agua; Ricardo Piglia y su novela Respiración
artificial y sus ensayos de El último
lector. De los segundos, de aquellos que me movieron y fueron -y son aún-
gratas sorpresas: Sergio Chejfec y su novela Mis dos mundos; Damian Tabarovsky y sus notas y ensayos de Escritos de un insomne y de Jorge Aulucino,
sus poemas reunidos en Estación Finlandia.
Es sobre estos últimos tres sobre los cuales deseo escribir aquí. Obviamente
que cada uno ameritaría un ensayo completo, pero por ahora valgan estas notas
apresuradas y breves que son más que nada un testimonio de entusiasmo y que sin
duda, se encuentran alejadas de todo rigor analítico.
Todos
los caminos conducen hacia un mismo sitio: Escritos
de un insomne de Damian Tabarovsky
Publicado por
Alquimia a mediados de 2015, Escritos de
un insomne reúne a modo de antología una serie variopinta de textos, la
mayoría breves, sobre todo columnas publicadas por el autor en la revista
española Quimera y el diario
bonaerense Perfil. Son textos a medio
camino entre notas y diminutos ensayos, en una fascinante promiscuidad formal
que obedece más que nada a los espacios otorgados al autor para desplegar su
escritura. El tono es coloquial, agudo, a veces polémico con tal o cual escritor,
certero en sus observaciones críticas, en ocasiones apelando a un anecdotismo cargado
de cotidianidad que sólo sirve de pretexto para introducirnos a reflexiones de
más alto vuelo que apenas alcanzan a ser insinuados cuando se difuminan en una
permanente estocada para nuestro pasivo hábito lector que queda pasmado o
perplejo. Pero no se piense que esas estocadas –la brevedad de una escritura de
circunstancia manejada magistralmente- es carente de densidad: en absoluto. O
menos también pensar que la dispersión es el santo y seña que aquí se vuelve
gozosa. Para nada. Escritos de un insomne
es de esos libros, en apariencia disímiles y recopilatorios, que uno creería va
mudando de tema al ir saltando de texto en texto cuando, en verdad, por donde
se le mire y por donde uno aventure la entrada lectora, vuelve una y otra vez
sobre lo mismo: las posibilidades de una literatura que se precie de tal, una literatura
que se asuma reflexiva y que se ocupe de sus propios afanes formales, una
literatura que se autocuestione su naturaleza escritural y pueda asimismo
atisbar la interrogante crucial de verse como política sin caer en el lugar
común y fastidioso de una pretendida transparencia comunicativa. Es, a su vez,
un libro que bajo la multiplicidad de su superficie invita a pensar sobre el
espinudo asunto de una sintaxis que se las vea con su propia contradicción
donde la autoficción, el lugar del yo y los recursos de representación de lo
real, como simultáneamente la autoconciencia de esos mismos recursos, pesan
menos que la necesidad intrínseca que ésta posee para verse a sí misma como dueña
de diversos intersticios de un posible sentido. Para un lector más avezado o
enterado, en Escritos de un insomne,
Tabarovsky rebobina y reconduce una y otra vez a lo que ha planteado de modo
sugerente y polémico con su ensayo fundamental Literatura de izquierda y que, sin duda, hace falta que se publique
entre nosotros para tener una visión más amplia y completa del ejercicio
crítico del narrador argentino. A la espera de eso, el presente libro es una excelente
carta de presentación que nos prepara para más.
Salir
a pasear de mano de la inteligencia: Mis
dos mundos de Sergio Chejfec.
Como primicia
absoluta de la recién inaugurada editorial Kindberg, en agosto de este año 2015
se publicó la novela Mis dos mundos
del, para nosotros, casi desconocido narrador argentino Sergio Chejfec. Digo
desconocido para nosotros, pues Chejfec que nació en 1956, viene siendo desde
los años 90 y sobre todo desde la publicación de su novela primera Lenta biografía, uno de los narradores
argentinos más relevantes en lo que va del cambio e inicios del nuevo siglo.
Traducido a varios idiomas, ganador, entre otros galardones de la Beca Guggenheim,
profesor de escritura creativa en New York University y con media docena de
novelas y volúmenes de cuento y poesía entre lo más destacado de su interesante
bibliografía, Chejfec es un autor que posee una morosidad narrativa que va paso
a paso, volviendo abismante la experiencia de adentrase en la interioridad
humana: una elocuente introspección de la conciencia que va relatando el acontecer.
En Mis dos mundos, el narrador –la voz
que enuncia y que no sabemos si es el propio Chejfec o un otro que se asume
como un yo a la deriva-, va contando con una intensa parsimonia su experiencia
de recorrer un parque en una ciudad del sur de Brasil. Tal argumento en su árida
estrechez deja de ser trivial si nos damos cuenta que esa escasa anécdota es un
ventanal por donde como lectores nos adentramos al proceso mental y anímico de
una subjetividad que hace del recuerdo y de la puesta en cuestión de sus
propias posibilidades reflexivas, el eje central de sus disquisiciones. Literalmente
es una conciencia a la deriva donde se dan cita una serie de divagaciones en
torno a la intimidad humana con sus miedos, alegrías y ensimismamientos
cotidianos, pero atravesado todo eso por una lúcida y aclaratoria indagación
sobre el sentido de la naturaleza, la historia, el ser humano, la identidad y
la posibilidad misma de representar esa ardua reflexión en tanto escritura. Lamento
no conocer más de la prosa de Chejfec, pero me atrevo a creer que ahí hay un
modo de recepcionar y asimilar creativamente a Sebald y a Walser entre los
europeos y a Juan José Saer entre los mismos narradores argentinos: de los
primeros, la relación entre caminar, pasear, pensar y relatar, del narrador de
Santa Fe, la manera meticulosa de hacer de la escritura una verdadera
fenomenología del detalle mental.
La
maniobra del movimiento: Estación
Finlandia de Jorge Aulicino
Debo a la feliz
insistencia de mi amigo, el poeta Diego Alfaro, el conocimiento de la poesía de
Jorge Aulicino. En mi último viaje a Buenos Aires a fines de septiembre, mi
encuentro con Diego estuvo marcado por la conversación como la que tienen dos
amigos que hace tiempo no dialogaban. En medio de tantas cosas dichas,
derivamos a esas opiniones lectoras que uno dice al otro para provocar su
curiosidad. Como digo, su insistencia me llevó a la poesía de este autor del
cual me traje a Chile Estación Finlandia.
Poemas reunidos 1974-2011. Sólo porque en nuestro país estamos desatentos
con lo que ocurre al otro lado de la cordillera y en un gesto de estéril
autorreferencia creemos que la poesía chilena es única en el universo del
idioma, es que la obra de un poeta como Aulicino pasa entre nosotros
inadvertida. Ahora bien, no me creo ni me siento conocedor exhaustivo de la
poesía trasandina, para nada. Mis referencias –Juarroz, Pizarnik, Girri,
Molina, Orozco, Gola, JL Ortiz, Padeletti, Mujica, Castillo- son acotadas y
genéricas. Por eso, lo que pueda decir sobre la poesía de Aulicino, es no más
que una impresión primeriza de lector. Una poesía vasta, que de poema en poema,
de volumen en volumen nunca es idéntica así misma. Un tono coloquial, pero que
no transa con el habla tomada en estado bruto, referencias amplias, a veces
culteranas –densidad histórica, literaria, musical y visual- otras veces,
referencias al cotidiano, a lugares, experiencias y recuerdos que hacen de la
cercanía su seducción primaria. Poemas extensos, reflexivos y cercanos a un
rito de prosa. También poemas breves, punzantes, epigramáticos. La política –la
protesta, el juicio, la desazón-, pero también la intimidad y el mundo abierto
de una subjetividad que muestra, pero
no se expone. Y ante todo, un lenguaje ceñido, que intenta y logra la mayor parte
de las veces la precisión, que no se abandona a la descripción minimalista de
las cosas con la sequedad acostumbrada, ni tampoco se despliega con arabescos
verbales que nos desvían caprichosamente del centro del poema. No, para nada:
un lenguaje que busca ser certero, que no renuncia a los referentes de lo real –una
mesa es una mesa, no sólo un símbolo de algo otro-, pero que tampoco olvida que
también existe el misterio y lo que no puede ser mentado. Un poeta que sabe lo
que es un poema. Y no sólo lo sabe: lo escribe.