miércoles, 10 de diciembre de 2014

Moltedo

Lectura

Es enero o febrero de 1989. Pasar el verano en una pequeña ciudad de provincia como Villa Alemana es fastidioso: sin planes a dónde ir, encabritado con parientes obtusos, odiando la playa y el calor y tolerando a regañadientes muchas ausencias, me dispongo en el cuarto de arriba, en el cuarto abandonado del segundo piso, a leer sobre un camastro destartalado mi provisión de lecturas pendientes. Tal vez Crimen y castigo de Dostoievski, quizás Werther de Goethe. A los 16 años es lo que hay. Pero la densidad psicologica de Raskolnikov y el vértigo melancólico de Werther no pueden contra el calor que no mengua. Bajo a mi cuarto y en el anaquel que papá me ha regalado, veo amontonados en un rincón una pila de libros que una prima ha dejado en casa y que nunca volvió a buscar. Está casi entera la colección del Club de Lectores de Editorial Andrés Bello. Repaso los lomos y leo: Salambó de Flaubert, Llampo de sangre de Castro, El socio de Prieto, Taras Bulba de Gogol, El proceso de Kafka, Misericordia de Pérez Galdós…no me convencen o los hojeo a la rápida. Entre ellos, de pronto, la Antología de Poesía Chilena Contemporánea de Scarpa, Massone y Arteche. Nunca se me ha dado bien la poesía. A los 16 años, en todo caso, pocas cosas se dan bien. Leo sin orden ni concierto. Reconozco en un gesto evocador a Pedro Prado, me sonrio con los poemas de Vicente Huidobro, me sorprendo con Rosamel del Vallle. Pero me detengo más de la cuenta en un poema (¿poema?, ¿eso es un poema?) que empieza Jamás sobre la arena, sin poder llevar la vista más allá de la ondulación próxima, viendo sólo la línea azul, estática de lado a lado. Vuelvo una y otra vez, mis ojos tratan de escrutar esas palabras, su hilazón secreta, su disposición. No entiendo. Es prosa, pero es poesía. O más bien, eso me fractura la idea escolar de lo que es poesía y de lo que es prosa. No importa, vuelvo y leo esas palabras que poseen un ritmo encantado, una especie de salmodia en sordina. Hay un extraño frescor en eso, una atmósfera, un recuerdo. Y siento de modo casi involuntario, ese húmedo aire salino que más de una vez ha embargado mi ánimo con una rara felicidad o una súbita serenidad. Dejo el libro, salgo al patio. Está atardeciendo. Experiencia se llama el poema.

Encuentros
Invierno de 1992 o 1993. Estudio Letras en la Católica de Valparaíso. El edificio ruega a gritos ser demolido: es horrendo en su grisácea estructura. Llueve. Algunos compañeros se refugian en el casino, otros en la biblioteca, algunos, como yo, en las oscuras escaleras del décimo piso. Hacer que el tiempo pase, con rapidez, entre clase y clase o esperando la hora para huir a casa. Tal vez hojear un libro para la lección siguiente o preparar algún apunte para el ensayo por escribir. Mojado hasta los huesos y con el pantalón gris bastante sucio, la paciencia es una virtud deseable. La monotonía es interrumpida de vez en cuando por el ascensor que se abre una y otra vez: profesores, auxiliares, alumnos, una fauna conocida y predecible. De pronto, una efigie adusta y alargada emerge de la profundidad del ascensor. Levemente encorvado, es un hombre muy canoso, con una nariz prominente, con unos lentes gruesos que delatan una miopía sin posibilidad de retroceso, con unos brazos largos ceñidos a la espalda con cierta torpeza encantadora y que avanza sin prisa por la estrechez del décimo piso. De esa figura, no me sorprende su indumentaria –abrigo/impermeable azul marino, pantalón beige- más bien me sorprende el vistoso pañuelo de seda en su cuello, un signo de elegancia y provocación que contrasta conmigo y con el horripilante lugar donde estamos. Un colorido destello que anima la torpe película muda en blanco y negro que hace del Edificio Gimpert un escenario fastidioso. La figura camina sin apuro hacia la única puerta que permanece cerrada en todo el piso. En un ademán sigiloso, la abre y se adentra a un espacio que desconozco. Quiero pensar que ahí, ese hombre tiene un ventanal con balcón incluido que le permite contemplar toda la bahía y que su trabajo es sólo constatar la belleza del mar en invierno.

*
En la esquina de Avenida Brasil con 12 de Febrero, a los pies de esa mole carente de gusto que es el Edificio Gimpert, está la librería “Universidad”. De tarde en cuando, hay ventas de saldos y rebajas muy atractivas, sobre todo para un estudiante de letras. Ahí recuerdo el 95 o el 96 haber adquirido una antología de Rosamel del Valle publicada por Monte Avila como también Arte y poesía de Heidegger publicado por el Fondo de Cultura Económica. También recuerdo haber adquirido una voluminosa antología de Juan Ramón Jiménez publicada por Planeta. Es una librería muy chiquita, dedicada sobre todo a la venta de útiles escolares y de oficina. Los libros no son lo más importante, pero entre sus anaqueles es posible encontrar un refugio para hojearlos en silencio por un buen rato sin que nadie moleste. A veces me topo, muy callado, con Moltedo. Está revisando cuidadosamente anaquel por anaquel. A veces inclina la cabeza y creo entrever que sus labios deletrean un título. A veces se saca esos pesados y gigantescos lentes de miope y acerca un libro a su rostro de modo gracioso. A veces queda contemplando una portada e intuyo que está desmontando en su imaginación las virtudes y los errores de la edición. No en vano sé, junto a otros amigos y compañeros de universidad, que trabaja en Ediciones Universitarias de Valparaíso y que simultáneamente a ser poeta, posee un ojo notable como editor. Saber de la disposición de las letras en la página, de la textura del papel, de los moldes de cada letra y su pertinencia en tal o cual edición…un saber que se me muestra como parte del esoterismo del que él, como efigie, forma parte. Me avergüenzo de mirar cómo mira los libros. Dirijo mi atención a mis propios asuntos y sólo siento sus palabras al pasar cerca mío. “Permiso”, dice, esperando que me aparte para él pasar e ir a la caja a pagar por el libro que lleva. Con su andar lento y ceremonioso, el elegante canoso abandona la librería.

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Estoy en Plaza O`Higgins al lado del Congreso esperando a alguien. Es primavera de 1997. La idea es tomar algo fresco en el Bavestrello, quizás un helado o un jugo de fruta. Nada del otro mundo. Mi acompañante se ríe de mis gustos. Es preferible una cerveza en Bellavista o el Barrio Puerto. Pero le digo que prefiero eso para las andanzas nocturnas. Conciliamos nuestra diferencia decidiendo tomar un licor helado. Me parece una buena salida. En el Bavestrello, el mundo se ha detenido. Es otra época. Nada suntuoso eso sí, muy sencillo todo, pero con esa atmósfera que hace la cotidianidad mucho más llevadera. Un lugar para pasar, conversar, beber algo y estar toda la tarde leyendo el diario o un libro, jugar dominó, esperar a alguien o simplemente con un café y un puñado de galletas o bizcochos dejar que el tiempo pase. Un lugar como salido de un relato de Stefan Zweig o del diario de Robert Musil. Al entrar, con mi amigo nos sentamos en una de las mesas que dan hacia el ventanal frente a la plaza. Nos imbuimos en nuestros asuntos. De pronto, distraídos por unas sonoras carcajadas me dice, “mira, el poeta Moltedo, al fondo, con Allan Browne” Es cierto. Y lo primero que advierto es el colorido pañuelo que resalta el terno blanco del poeta. No distingo lo que hablan. Mi amigo tampoco. Pero se ven animados. No gesticulan –son de ademanes reservados-, pero se nota que su locuacidad es más expresiva que la mirada adusta que creo ver siempre en Moltedo. No distingo al soñador, ni al ensimismado. Veo a un conversador que cada cierto tiempo, mueve la cabeza, asiente otras y sonríe de buena gana. El canoso elegante de vez en cuando levanta el brazo y la niña que atiende le lleva un café. Ella se aleja sonriendo “Son unos viejos pícaros”, dice mi amigo. “Puede ser”, digo para mis adentros. La tarde avanza. Hacia el final vemos a Marcelo Novoa llegando a su mesa. “Tal vez trabajan en la edición de un nuevo libro” dice mi amigo. “Es probable”, respondo. “En todo caso - replica mi acompañante-, a mí me gustaría trabajar así”. “Sin duda”, le digo. Al final del día, en la micro, camino a casa, pienso en eso. ¿Cómo trabaja un poeta? A mi mente regresa el poema Experiencia.

Pasan los años. De pronto es 1998. Y en un abrir y cerrar de ojos es 2001. Y sin darme cuenta ya es 2003 o 2004 En mis andares cotidianos en Viña y Valparaíso, Moltedo se vuelve habitual: lo encuentro a la salida de librería Orellana en calle Esmeralda, cerca de plaza Aníbal Pinto. O distraído mirando las fachadas del viejo edificio Turri mientras bajo del ascensor que está cruzando la calle. O desde un trole yendo hacia Bellavista, lo observo mientras se dirige a la Sala Rubén Darío de la Universidad de Valparaíso. Su caminar cancino es inequívoco. También sus largos brazos que lleva a la espalda o que en un vaivén zigzagueante dibujan un ritmo espasmódico como el de las alas de un alcatraz en la arena. Una especie de flaneur a pesar suyo cuya mirada se pierde entre la gente que, apresurada, colma las estrechas callejuelas del puerto a esa hora incómoda del mediodía o el atardecer. En otras ocasiones, en el metro urbano, se distingue nítido en esa aglomeración que se vuelve insoportable. Lo veo desde un rincón del carro, apretujado, sereno y con su vestón beige o su corbata celeste, sin contar esas innumerables veces que su pañuelo de seda se convierte en el único estandarte diferenciador entre el gentío, restregándose los ojos con sus dedos enormes, mientras hace un pequeño malabar para sostener sus gruesos lentes. A veces, cerca del Castillo Wolf camino a Viña del Mar, lo diviso desde el autobús, mirando el mar. Su sola presencia se vuelve cotidiana y marca otro ritmo. Un ritmo ajeno a las velocidades de la ciudad, un ritmo ajeno a las tribulaciones del día a día.: como si su ir y venir fueran un rito sencillo, casi opaco, pero singular, marcando un tiempo que ya se ha ido y donde las distancias podían aún cubrirse a pie.

Conversaciones
En todos esos años, nunca hablé con Moltedo. A pesar que paulatinamente mi círculo de amistades y conocidos comenzó a ensancharse y rozar el suyo, una mezcla de timidez e inseguridad postergaba el encuentro. Los poetas Luis Andrés Figueroa, Marcelo Novoa y Sergio Madrid, en una u otra ocasión llevaron nuestras conversaciones hacia ese territorio que nunca pude o quise explorar. Cuando a fines de los años 90 me hice cada vez más asiduo y familiar de la comunidad que rodeaba librería “Altazor” de Viña del Mar, el asunto se volvió inminente. El editor Patricio González había publicado su último libro La noche en 1999 y era habitual ver a Moltedo conversando en la librería con Pamela, la hija de Patricio, con su hermano Marcelo, o con Patricio mismo. Fuera invierno con una lluvia descomunal o verano con un sol atosigante, la tertulia informal era generosa. Tertulia que se arrastraba desde los años 80 y que había tenido entre sus protagonistas a poetas como Juan Luis Martínez, Rubén Jacob, Enrique Lihn o Virgilio Rodríguez entre muchos otros. En el cambio de siglo, la gente asidua a Altazor se renovaba: fuera Luis Figueroa o Marcelo Pellegrini en sus retornos anuales desde Estados Unidos o Sergio Holas desde Australia, la charla se iba remozando con Eduardo Jeria, Gonzalo Gálvez, Bruno Cuneo, Jorge Polanco, Rómulo Hidalgo, Mariela Trujillo, Carolina Lorca y varios/as más. A veces hacían su aparición inesperada y fugaz Alfredo Jocelyn Holt, Elvira Hernández, Juan Cameron o Pedro Lastra. En medio de ese mar humano, con una reserva amabilísima, en más de una oportunidad vi a Moltedo intercambiar impresiones con alguno de ellos o con otros. Al final, salvo contadas excepciones, todo encuentro desembocaba tomando algo en el viejo Café Samoiedo o si era viernes o sábado, degustando algunas pastas en la trotaría Panzzoni en pleno corazón del Paseo Cousiño. 
Fue recién en 2005 cuando con Moltedo intercambiamos algunas palabras. Recuerdo que era comentario entre la gente asidua a Altazor, el trabajo de galeradas que estaba haciendo el poeta para la edición que se preparaba de su poesía reunida, gestión de Claudio Gaete y Guillermo Rivera. Sea como fuera, un día viernes o sábado por la tarde, casi al cierre, como era habitual, pasé a dar una vuelta a la librería, quizás me encontraba con algún conocido y podíamos programar un panorama para esa noche. Como era su costumbre, Moltedo revisaba los anaqueles en una librería desierta. Nos saludamos con una cortesía protocolar y Marcelo, el encargado del local, apenas lo saludo me dice: “Mira, debo ir de una carrerita a la oficina de Pato a dejar un asunto, así que les pido a ambos que le den un vistazo a la librería. No me demoro nada” Y antes que Moltedo o yo dijéramos nada, Marcelo ya había salido. No recuerdo ahora qué le dije a Moltedo, pero él algo mencionó de una oportunidad para inventar un mito superior al de Juan Luis Martínez y llevarnos en “préstamo permanente” algunos libros. Nos reímos de la ocurrencia y así estuvimos un rato conversando de esas cosas que son típicas entre dos desconocidos que se ubican: amigos comunes. La pausada conversación de Moltedo no hacía hincapié en temas literarios, menos en su propia obra o en su publicación inminente. Cálculo o casualidad, eso me alivió mucho: en mi torpeza no quería caer en la fácil lisonja o en la frialdad académica. Sin ser inquisitiva, su mirada dejaba que uno se explayara, pero tampoco cobraba protagonismo y menos indicaba lo “correcto” o “incorrecto” de las cosas, situaciones o personas. Su cortesía, en su sobriedad, no incomodaba. Aún más, algo que luego me pareció recurrente: cierto tono adusto en sus gestos, hasta en su sonrisa. Tal vez debido al ancestro latino por el lado de la reserva y no de la manera hiperbólica que a veces se convierte en prejuicio en tanto descendiente de italiano. Desde aquella primera conversación –ni breve, ni demasiado extensa, menos profunda o trascendental, pero plagada de cotidianidad- me imaginé que conversar con Moltedo podría haber sido como conversar con Eugenio Montale. Luego sabría que era uno de sus poetas predilectos.
A raíz de la publicación de su poesía reunida a fines de 2005 y por el trabajo que me embargó como editor junto con Gonzalo Gálvez en la revista Antítesis durante 2006, puedo decir, modestia aparte, que ayudé a contribuir en la organización de dos actos que hicieron circular la poesía de Moltedo entre los más jóvenes: la lectura y homenaje que tomó como pretexto la presentación del primer número de Antítesis en 2006 en la sala Obra Gruesa de la Universidad Católica de Valparaíso y la sesión dedicada en exclusiva a él y su poesía en el Seminario de Reflexión Poética de La Sebastiana hacia fines del mismo año. No deja de ser interesante cómo la poesía de Moltedo ha ido creando a través del tiempo sus propios círculos de lectores. Ni masivos, ni populares en el sentido banal del término, sino más bien, escogidos y en sordina. No es una poesía que se impone, para nada: es una poesía que se instala en uno como lector y va, paso a paso, conquistando sus expectativas. Entre sus pares generacionales – Hugo Zambelli, Sara Vial, Jorge Teillier, Miguel Arteche, Martín Cerda, Alfonso Calderón,- Moltedo fue leído y admirado, cuando esas palabras no eran aún sinónimo de exposición o farándula. Luego, con cada década, vendrían más y más lectores: Juan Cameron, A. Bresky, Juan Luis Martínez entre los 60 y los 70; Marcelo Novoa, Sergio Holas, Patricio González, Luis Figueroa entre los 70 y los 80; Sergio Madrid, Catalina Lafert, Guillermo Rivera, Marcelo Pellegrini, Sergio Muñoz, Jorge Polanco, yo mismo, entre fines de los 80 y durante los 90. Iniciando el siglo, a partir de 2000, Gonzalo Gálvez, Karen Toro, Eduardo Jeria, Mariela Trujillo, Rodrigo Arroyo, Claudio Gaete. Esos círculos siguen en plena expansión. Ni la misma muerte física de Moltedo un gris día de agosto de 2012 puede evitarlo. La resonancia del mar, en su amplitud y belleza, sigue emergiendo en sus palabras. Y mientras éstas vayan en el vaivén de las olas de la imaginación, captando la atención serena de cualquiera que desee oír, esta poesía siempre tendrá lectores.















jueves, 13 de noviembre de 2014

Anguita: 100 años

Habitando la región más transparente, la poesía de Eduardo Anguita destella en un cielo arrasado. Tal vez porque la promesa de su augurio –vaticinio ígneo de consumación y belleza- no es suya, ni personal, más bien patrimonio de esa banda salvaje que fue la Generación del 38 y que no se cumplió en la perentoria y para nosotros, trágica interpelación de lo histórico. Ante el fracaso del dictum rimbaudiano –cambiar la vida- queda al final, como testimonio, el poema: un puñado de palabras que fulguran como ascuas entre los devaneos de opacidad en que ha devenido en nosotros el lenguaje. Palabras en todo caso que retornan fantasmales con sus requerimientos y exigencias y que, como lectores, nos dejan anonadados e impávidos. Sí, porque la poesía de Anguita es difícil. Difícil al poner el dedo en la llaga con toda la prestancia de su habilidad conjetural: ese afán de hacer en el lenguaje y por el lenguaje un decir que tuviera la garantía metafísica necesaria para dar el salto hacia el vacío. Ese afán que en toda nuestra poesía, tal vez sólo Humberto Díaz Casanueva o Rosamel del Valle y probablemente aquel puñado de “oscuros” que murieron jóvenes –Jorge Cáceres, Gustavo Ossorio, Carlos de Rokha, Boris Calderón- lograron entrever y articular en la poderosa imaginería verbal que esa sensibilidad surrealista de los años 30 y 40, permitió inaugurar y que aún hoy no sabemos leer. Ese ha sido tal vez, el mayor y más irónico de los equívocos: la clausura clasificatoria que a todos ellos rotuló como hijos, hijastros, imitadores, epígonos o plagiarios de Huidobro, el Neruda residenciario, las vanguardias tales o cuales o deudores irresponsables de discursos teológicos, filosóficos o imaginarios de índole diversa. Después del vendaval parriano, siempre fue fácil –y cómodo para ciertas comisarías críticas- dejar todo al olvido.
¿Y Anguita? Lo suyo, al parecer, ha sido la utopía del lector futuro. Una utopía riesgosa que implica una radicalidad no tanto de ese mismo lector, sino de la manera en que esta poesía se plasma como desafío y no cede en su exigencia. Poeta para poetas se ha dicho. No lo creo, eso sólo es una solución acomodaticia. No, poemas más bien que ponen en tensión nuestros hábitos lectores y que apelan a una concentración imaginativa y conceptual como pocas en su delirio especulativo. Poeta más bien para lectores de inteligencia. Y eso sí que es dificultoso: no hay la búsqueda de la sensualidad eufónica, ni tampoco la ironía demoledora del cotidiano, tampoco la arenga en pos de una difusa esperanza de algo, menos la queja por el estado del mundo. ¿Entonces qué? Pues la necesidad de plantearse la pregunta si acaso todo aquello es consecuencia y no causa de nuestra actitud como seres mortales conscientes de su finitud. Eso es difícil, muy difícil. Y sobre todo si tratamos de pensarlo en una amalgama de imaginación y lenguaje que nos apela con un fraseo verbal de largo aliento –el versículo de Anguita es vertiginoso- que pide a su lector entrega total. Como la Religión. Como el Arte. Como la Poesía., así con mayúscula. No puede ser de otra manera. En Anguita sería impensable de otra forma. Una severidad aprendida en los rigores de Huidobro, pero también en la práctica de la poesía como ejercicio espiritual, donde el silencio no es el intersticio de una trama, sino la respiración de un aire remoto, anterior a toda racionalización de la índole que sea.
Con el correr de los años, en la poesía de Anguita, se me hace cada vez más evidente que aquel énfasis es comprendido, al final, como una asunción radical de la lingüisticidad inherente no sólo al acto poético, sino también a la reflexión que le acompaña. En otras palabras, una de las validaciones que esta poesía modula de sí misma es probable que pueda ser entendida como autorreflexión del lenguaje desde su articulación como creación. De ahí el ejercicio extremo y superior de un poema como Definición y pérdida de la persona, poema que sin temor a convertirse en un solipsismo autodisolvente, plantea la posibilidad de llevar a su conclusión lógica la tesis de crear un ente desde la particularidad del lenguaje, desembocando en la disolución del mismo al vislumbrar la imposibilidad de la acción, es decir, del despliegue en la temporalidad de sus componentes conceptuales. Aquel es un poema decidor, no sólo en el contexto de la poesía escrita por Anguita, sino en el contexto de entender o aceptar la posibilidad posthuidobriana de acceder a la creación como salida al impasse que implica la asunción de la poesía como proceso de transformación radical. Fracaso o victoria no estoy seguro de aseverar algo así. Sólo es verificable que desde la década de los 40 en adelante, la poesía de Anguita lleva a cabo una serie de ejercicios de alta concentración en torno a lo que podrían llamarse “los grandes temas”: el tiempo, el amor, la belleza, la caducidad, el misterio del trasmundo. Como han señalado los pocos lectores atentos de Anguita (Lastra, Ibáñez) el destino “confesional” de una poesía que cada vez se dirigió más y más hacia la constitución de poemas “católicos en su sentimiento primordial”, no deja al lector con la sensación de una autocomplacencia de seguridad resguardada en la confianza ante el lenguaje, sino como su última posibilidad de sentido. Tal vez en ese aspecto puedan ser interpretadas las opiniones que manifiesta José Miguel Ibáñez al considerar la poesía de Anguita como “un punto de llegada y una consumación tardía”, mas no tanto –agregaría yo- de un sistema poético vinculado a la vanguardia como síntoma epocal que ya no pertenece a nuestra contemporaneidad y que, por ende, es asimilable históricamente, sino más bien por lo que me atrevería a llamar como lúcida vigilancia de la expresividad en el límite de todo lenguaje. En aquel sentido, el poema Definición y pérdida de la persona constituiría un caso ejemplar de esta “vigilancia” al no temer su propia autodisolución, fijando con ello su propio “límite”.
El 14 de noviembre se cumplen cien años del nacimiento de Anguita: desde aquel acontecimiento hasta ahora ha pasado un tiempo que nos aleja de su mundo, de su época, un tiempo en que la esencia y el efecto de lo que consideramos como poesía se ha transformado de manera radical. En nuestra conciencia de lectores se cumple esa transformación y se hace patente la distancia. Así, es irremediable pensar que han desaparecido, tal vez para siempre, muchas cosas que por entonces encontraban eco en la voz de los poetas y que los poetas de hoy entreabren nuevos espacios de resonancia que amplían, modifican o subrayan cosas diferentes. ¿Qué aparece entonces como válido y en qué se establece la vigencia de lo que aún puede ser apreciado de semejante manera? Es evidente que cualquier celebración de centenario no significa necesariamente la validación inmediata e inmutable de un poeta y su obra en un canon eventual o su inclusión apresurada en una problemática idea de tradición. Una distancia así puede significar una lejanía máxima.
Por eso no se trata simplemente de una cuestión de supervivencia poética en cuanto conservación de saberes pasados que se remontan al pasado y se refieren sólo a él. Todo encuentro con la poesía de un autor tiene algo de misterio evanescente, una solicitud de intensidad, una problematización de nuestras costumbres imaginativas y sensibles. Cada encuentro con los poemas que conforman la obra de un autor no nos remiten a ese mundo (su mundo) que, hoy, a nosotros como lectores, nos ha sido arrebatado. Es como si cada encuentro, cada lectura, significaran hallarse frente a un presente absoluto y total, como si cada poema fuera una manifestación de un instante original, auténtico y único. ¿Es eso lo que dura?, ¿eso es la obra?
A final, tal vez, cada uno de nosotros poseemos nuestra propia Anguitología hecha de fragmentos, versos, quizás poemas enteros. Es difícil decirlo. Pero sin duda, nadie que se haya acercado a las palabras invocadas por Anguita negará que la suya es una escritura al mismo tiempo apasionada y lúcida, intensa y problemática, imposible para cualquier lector desaprensivo y sin concesiones que la posibiliten en su eventual accesibilidad, al regodeo de ese “periodismo-académico” que articula conceptos aclaratorios de todo y para todo, tan amnésicamente a la moda.
Valgan para el poeta de Venus en el pudridero, como bien señala Pedro Lastra, las palabras que Pessoa dice en Orpheu y que me parecen emblemáticas:

Llamo insinceras a las cosas hechas para asombrar, y a las cosas, también -fíjese en esto, que es importante-, que no contienen una fundamental idea metafísica; esto es, por donde no pasa, aunque sea como un viento, una noción de la gravedad y del misterio de la vida.

Las mejores páginas poéticas de Eduardo Anguita siguen siendo agitadas por ese aire de gravedad y misterio.


domingo, 28 de septiembre de 2014

Roland Barthes y Martín Cerda (II)

De aquel modo y en segundo término, es posible advertir entonces la necesidad de amplitud significante que Cerda requiere para su propia reflexión y que de modo inequívoco, vislumbra en otro texto de Barthes: Mitologías. Sin duda que el punto de partida de esta obra es un sentimiento de impaciencia ante la apariencia de “naturalidad” con que la prensa, el arte, el sentido común, encubren permanentemente una realidad que no por ser la que vivimos deja de ser absolutamente histórica, ante la constante confusión entre naturaleza e historia en el relato de nuestra actualidad. Barthes pretende poner de manifiesto el abuso ideológico oculto en lo exposición decorativa de lo "evidente-por-sí-mismo", y lo hace recurriendo a la noción de mito para dar cuenta de esas falsas evidencias. Así, el mito es un lenguaje y, por ende, al ocuparse de hechos aparentemente alejados de toda literatura (un combate de catch, un plato de cocina, una exposición de plástica), Barthes explora otros tantos aspectos de esa semiología general del mundo burgués cuya vertiente literaria es el tema fundamental de la mayor parte de su obra. En este sentido, no deja de ser relevante que Cerda, bajo aquella impronta, efectúe una verdadera fenomenología del acto de la escritura: varias de sus notas, apuntes y reflexiones, no tanto abordan un estilo aforístico en su brevedad contundente, sino que se asumen como partículas dejadas al paso para constituir una reflexión punzante y fragmentaria acerca de cosas y situaciones que lo vuelven un intenso calidoscopio crítico: sus referencias a las ciudades que añora y visita, su recurrencia a libros, datos, personajes y circunstancias, tejen en Cerda una red de referencias que van desde Marcuse a Vicuña Mackenna, desde las calles de Santiago de Chile a las de París Viena o Caracas, desde la anécdota feliz de la circunstancia de un hotel pasajero, hasta la solemnidad melancólica de una evocación amorosa que tienen a Rilke y Kafka como telón de fondo. En esos textos breves, apuntes de lectura y apuntes de vida, -que en la imaginación verbal de Cerda éste denomina, notas- asistimos no sólo a un rapsódico narrar que se vuelve espasmódico, sino a una toma de pulso de las doxas que se suceden en el imaginario que teje su propia trama de sentido. Para Cerda, nuestra sociedad contemporánea inventa sus mitos en tanto mitos de lenguaje, mitos que se elevan a  categorías autosuficientes y que su escritura ensayística se ve en la necesidad de auscultar y contradecir: el nacionalismo literario, la violencia social avalada por ciertas tendencias intelectuales, la tentación del nihilismo en la antesala de todo proceso revolucionario, la mudez a la que invita el suicidio, la ironía como rasgo esencial de la escritura. No pretendo, por supuesto dilucidar en su totalidad la rica consecuencia que para el ensayismo de Cerda ha traído su lectura de este pequeño, pero magistral libro de Barthes, pero sin duda su marca, su efigie, su seña, es identificable para indicarnos una manera de pensar y un modo de leer.
Finalmente y en tercer término hay un modo de entender la escritura que Cerda vislumbra en Barthes y que orienta una de sus últimas y más intensas reflexiones, aquel modo de entender la escritura en tanto escritura encarnada y que hace del cuerpo su punto de referencia ineludible. Glosando al Barthes final, al de El placer del texto y de Fragmentos de un discurso amoroso, Cerda efectúa una reflexión que hoy nos parecería normal, pero que dadas sus circunstancias históricas –fines de los años 80- forma parte de ese puñado de gestos reflexivos que una parte relevante de la intelectualidad chilena lleva a cabo desde la asunción especial de lo físico y corporal en la comprensión de los fenómenos culturales, estéticos y políticos. Para Cerda, en la estela del último Barthes, escribir es “dragar en el propio cuerpo”, aún más, efectuar aquel ejercicio es registrar algo sustantivo y situado que, en su radicalidad enunciativa, implica preguntar sobre la desnudez, la enfermedad, el vestido, el deseo y el espectáculo. Es visualizar una posibilidad de la experiencia, ya clausurada por el silencio del significante en la exasperación de su mutilación social y que explica no sólo la peculiaridad del comportamiento del sujeto –y en este caso de Barthes mismo-en relación a un círculo determinado de circunstancias epocales, si no más bien deja entrever un habla que hace alusión a la sociedad misma que le cobija, explota, admira y desea. Pero es también la seducción de un estilo ensayístico buscado y explorado, soportado y extendido, un estilo donde no hay continuidad, ni linealidad abrasadora bajo un concepto temporal unívoco, sino la aparición y desaparición de palabras y frases, en un gesto interpersonal de cercanía y alejamiento, una retórica cargada de erotismo que es la representación del eros mismo y donde la “duración” es el privilegio concedido a la escritura como interrupción, quiebre del espacio y, paradójicamente, como tiempo de la repetición, de la insistencia, convirtiendo a la escritura misma en un ademán circular que regresa a su origen como si en cierto modo nada hubiera acontecido salvo las palabras liberadas, anónimas y susurrantes. La desnudez del cuerpo, es la desnudez de las palabras en su gratuidad, pero también es la advertencia de su apariencia y su retórica de lo oculto y superficial, retórica bajo la que subyace ideología, espectáculo y, por ende, irredención. En ese sentido, no deja de ser decidor en el ensayismo de Cerda, cierto pudor admirativo hacia este último Barthes. Un pudor que implica distancia y también cierta admonición que se traduce en la afirmación trágica de su propio ensayismo. En todo caso, la recepción de Cerda es cualquier cosa, menos complaciente, pues como indicaba más arriba, su lectura de Barthes implicaba un aprendizaje en el camino de su propio pensar.

Sólo deseo añadir como conclusión provisoria, una breve idea que me parece capital para entender, entre nosotros, la ordalía intelectual que ha implicado recepcionar a Roland Barthes y que ha tenido a Martín Cerda como uno de sus interlocutores subterráneos y excéntricos: frente a la imagen académica de Barthes como un “estructuralista” duro, hermético e inabordable –en curiosa analogía con la recepción ortodoxa de marxista infranqueable que el mundo académico nos ha otorgado de Georg Lukács- la aprehensión lectora fecunda y activa que Cerda nos otorga de él, nos lo devuelve como ensayista, como homme de lettres, como versátil escritor y, por tanto, como una sugestiva puerta de salida en el contexto de un discurso académico especializado: frente a la economía de riguroso calvinismo teórico –eficiencia demostrativa, economía léxica y asepsia subjetiva- Cerda, por medio de Barthes, nos invita, por un lado, a volver al ensayo como forma de escritura y, por otro, a dirigir la mirada con otros ojos al fascinante autor de tantos textos maravillosos, bellos, intensos y cuestionadores.


Viña del Mar, invierno de 2014.


jueves, 25 de septiembre de 2014

Roland Barthes y Martín Cerda (I)

A mediados de la década del 50, para ser más específicos, en junio de 1954, se llevó a cabo en el Salón de Honor de la Universidad de Chile un ciclo de conferencias donde participaron los escritores y críticos Ernesto Montenegro, Manuel Vega y Ricardo Latcham. Su título era decidor: La querella del criollismo. Su tema: la reevaluación de esta tendencia y/o movimiento literario para entender y comprender la literatura nacional e hispanoamericana en su conjunto. Sin duda, uno de sus objetivos era mirar en perspectiva la historia de esta corriente para darle fondo y alcance geográfico e histórico y así, considerar sus manifestaciones al interior de la literatura chilena, como asimismo, sus características comunes con otras literaturas del resto del continente y las consecuencias estéticas, políticas y sociales que se esperaban de su cultivo. Transcurridas algunas semanas de tal evento, el crítico Hernán Díaz Arrieta (Alone), publicaba en la revista Zig.-Zag un artículo titulado escuetamente “La querella del criollismo: Montaña Adentro” con el cual daba inicio a una polémica que lo tendría a él mismo y a Ricardo Latcham entre los principales protagonistas. No era la primera vez que Alone y Latcham medían sus fuerzas críticas –y valga decir, sus respectivas retóricas- en la arena de la ciudad letrada chilena. Ni tampoco era la primera vez que el criollismo como corriente literaria era puesta en entredicho. Ya en 1928, la denominada querella entre criollistas e imaginistas, revelaba más que una pugna entre escritores –por un lado Mariano Latorre, Marta Brunet, Eduardo Barrios y por otro Salvador Reyes y Luis Enrique Délano- en torno a los mejores “temas” y modos de abordar el  tratamiento del ejercicio narrativo, sino más bien revelaba una coyuntura más vasta: la crisis nacional y social que surgió alrededor del primer Centenario de la República y cuyas características han sido descritas con acuciosidad, entre otros, por los trabajos de Bernardo Subercaseux. Sin pecar de excesivo, podríamos resumir que en las primeras décadas del siglo XX asistimos a una complejización del imaginario nacional, producto de una tensión entre postulados e impulsos nacionalistas y modernizadores, donde la paulatina desintegración de la sociedad tradicional decimonónica, el crecimiento de las ciudades, la explotación laboral y la emergencia de nuevas capas sociales y, por ende, la reorganización de aspectos fundamentales de la vida cotidiana, junto a otras variables y situaciones, permitían advertir, en el campo literario chileno, una mezcla de prerrogativas sociales e identitarias, entre nacionalismo y modernización, donde expresiones tales como patria, raza y paisaje, se contraponían, entre otros, a imaginación, sensibilidad y buen gusto.
Lo que la querella de 1954 ejemplificaba simbólicamente en las premisas sostenidas por Latcham y Alone, más que la superación de aquellas dicotomías, era la pugna por representar del mejor modo posible el “deber ser” del discurso literario respecto a su función en el entramado social y cultural y que, de todas formas, implicaba plantear la relación y estatus que el discurso literario mantenía respecto de la realidad. Y si bien, ambas premisas parecían referirse una a la otra de modo antagónico para responder sobre aquella necesidad, coincidían a la larga en hacer del ejercicio literario, un ejercicio mimético que apelaba ya a la exterioridad del sujeto –con un énfasis en la descripción y estudio minucioso de la realidad nacional en todos sus aspectos, para reproducirla en obras que permitieran dar a conocer y enseñar a sus lectores de forma objetiva la verdad sobre la nación y la raza – ya, por otro lado, apelaba a su interioridad –con un énfasis en ser fiel representación de la sensibilidad, el espíritu, la imaginación y el alma con un fuerte acento intimista- . En ese sentido, más que abrir un camino hacia una literatura acorde a los procesos modernizadores que acontecían en el país y en el resto de América Latina, lo que podía apreciarse era una comprensión ancillar de lo literario, pero sobre todo, una comprensión enraizada en un concepto decimonónico de literatura.
Todo lo dicho hasta acá no es más que preámbulo, pero nos permite escenificar de forma irónica la disonancia entre las preocupaciones existentes en el desfasado campo literario chileno de mediados de los años 50 y las premisas que animaban lo más relevante de la literatura continental, no tanto o en exclusiva restringido a temas y convenciones de escritura, sino más bien sobre la idea que se podía desprender acerca del sentido y finalidad de la literatura respecto de sus mecanismos de representación.
En aquel debate, suena a ciencia ficción conjeturar hoy en día la resonancia que hubiese tenido la eventual publicación de El grado cero de la escritura de Roland Barthes en la traducción de Martín Cerda que, justamente, luego de su periplo europeo, arribó a Chile poco antes de que estallara la polémica a la que acabo de referirme. Es que, ciertamente, el caso de Cerda respecto a Barthes, no solo es singular y excéntrico: es medular tanto para el entendimiento que podamos hacer de la obra ensayística del propio Cerda como para apreciar los avatares de la recepción de Barthes en nuestro país. Hasta el final de su vida, Martín Cerda fue, sin duda, uno de los más relevantes escritores que con dedicación, celo y entusiasmo leyó, parafraseó, divulgó y explicó una serie de nombres que el mundillo literario chileno no conocía o mal había oído. El dato ejemplificador que enunciaba acerca de la querella del criollismo muestra a mi modo de ver, la asimetría desquiciante, asimetría ante la cual Cerda veía la necesidad quijotesca de traducir al castellano El grado cero de la escrituraEl dios cautivo de Lucien Goldmann.
Pero no se trata de constatar el interés de Cerda por esos autores como por otros de su predilección como Lukács, Axelos y Solyenitsin para ejemplificar un supuesto esnobismo intelectual, teñido de cierta ingenuidad provinciana, sino más bien para apreciar en aquel interés, una necesidad vital por buscar respuestas a las lacerantes preguntas que cualquier escritor que se precie se plantea acerca de sí mismo y su labor: ¿por qué escribir?, ¿para quién escribir?, ¿con qué sentido escribir? Preguntas sin respuesta inmediata y que, el joven Cerda intentó responder viajando muy temprano a Europa a fines de los años 40 y con la idea de dar oportunidad, no sólo a su natural curiosidad intelectual, sino a su exigencia íntima de escritor en ciernes. Porque no sólo se trataba de lecturas, datos eruditos o experiencias de viaje, se trataba de concientizar un rigor, una intensidad, una actitud hacia la escritura lo suficientemente decidida para comprometerse con ella a sabiendas de la indiferencia social y la chatura de la época, un verdadero desafío para aprender a pensar.
Para lograr ese aprendizaje, múltiples son las puertas entreabiertas por las lecturas de Cerda, no todas valoradas en su justa medida en su oportunidad, tal como puede verse en su temprana recepción de Barthes, pero decidoras al momento de plantearse como desafío de una literatura que se querría a sí misma como pensante y cuestionadora. La recepción de Barthes por parte de Cerda, con el correr de los años, se vuelve primordial e ineludible, formando parte medular de su propia manera de entender y practicar la escritura ensayística. Junto a Lukács y Ortega, Barthes es para Cerda la posibilidad de hallar una salida expresiva que esté equidistante entre las obsesiones subjetivas y la curiosidad que lo real puede ofrecer al intelecto escrutador de todo escritor.
Las referencias, citas, paráfrasis, explicaciones y alusiones a Barthes atraviesan buen parte de la escritura de Cerda, al menos de la que hasta ahora tenemos noticia. En tamaño océano escrito, es difícil dilucidar fehacientemente los detalles de esta apasionante relación. Me limitaré a esbozar tres instantes que creo advertir en la recepción de Cerda y de qué modo cada una de ellas articula maneras de reflexión peculiares según la ocasión.
En primer término, para Cerda la escritura de Barthes se convierte en una especie de “marco referencial” para comprender el discurso literario ni como historia o sucesión de estilos, ni como acumulación de eventos que condicionan lo literario, sino más bien le facilita coordenadas para dilucidar desde dónde escribir: el acontecimiento supremo que es la escritura y que se rinde ante sí misma en su opacidad que desea diferenciarse de la historia, pero sin renunciar a la posibilidad de su historización, es decir, a su fijación circunstancial que, por un lado permite abarcar no sólo la lengua desde la cual se escribe, sino también y sobre todo, su potencial articulación convencional respecto de construir sus propias marcas como, a su vez, su distinción inequívoca que le hace ser literatura. En aquel sentido, para Cerda, las principales premisas que aparecen, por ejemplo en El grado cero de la escritura –entre ellas y como la más relevante la que indica que la escritura nace de la reflexión del escritor sobre el uso social de la forma- le abren una irrenunciable operación fabulatoria que no es ajena al talante político que implica, en buenas cuentas, trazar una relación entre la escritura y la historia y cómo la primera nace de las circunstancias de la segunda. Esta manera de concebir la escritura nace también como un compromiso social, pero la autonomía de su forma es más grande en tanto que recibe una firma que borra la historia de la conversión del escribiente a ese compromiso y representa a la colectividad. Es justamente aquel talante el que es posible rastrear en Cerda  cuando se refiere una y otra vez a la necesidad de fijar la escritura, el mismo talante que vemos en sus recorridos genealógicos buscando la razón de ser de la escritura ensayística como cuando asume, asimismo, la tensión que pueda haber entre compromiso y lenguaje, tensión que le llevará a reflexionar latamente sobre la deflación y aún el fracaso del discurso utópico, como a su vez, apreciar la fractura que, como sujeto de escritura, verá en la clausura de la ciudad letrada. Bajo esas premisas, Barthes le otorga a Cerda no un mero estímulo de comprensión del fenómeno escrito, sino primordialmente, una invitación para evaluar de modo crítico las nociones positivistas de literatura y su más que evidente funcionalismo de apreciación ancillar que ésta, en tanto discurso enraizado en un proceso identitario que ha hecho de la “raza” uno de sus axiomas fundacionales, posee de sus cultivadores y apologetas. Axiomas que la querella de 1954 muestra de modo ejemplar como un impasse ante la crisis de la representación a que la literatura chilena estaba arribando. Es por eso que Cerda, en un gesto apropiatorio y característico, toma también de Barthes la noción del ensayo como escritura ocasional que es, a su vez, la práctica secreta de lo “indirecto”. Para eso, la referencia a la cual el autor chileno vuelve de modo permanente, será el “Prefacio” a los Ensayos Críticos del autor galo que, de modo ejemplificador, se asume como parte sustancial de una verdadera poética de la escritura ensayística que se encarna en la afanosa búsqueda que Cerda lleva a cabo en su libro La palabra quebrada. El dictum de Barthes es decidor: (…) el sentido de una obra (o de un texto) no puede hacerse solo; el autor nunca llega a producir más que presunciones de sentido, formas si se quiere, y el mundo es el que las llena. Todos los textos que se dan aquí son como eslabones de una cadena de sentidos, pero esta cadena es flotante. ¿Quién puede fijarla, darle un significado seguro? Quizás el tiempo: reunir textos antiguos en un libro nuevo es querer interrogar al tiempo, solicitar que nos dé su respuesta en fragmentos que proceden del pasado; pero el tiempo es doble, tiempo del escribir y tiempo de la memoria y esta duplicidad requiere a su vez un sentido siguiente: el tiempo mismo es una forma (…) lo que caracteriza al crítico es pues una práctica secreta de lo indirecto; para permanecer secreto, lo indirecto debe aquí ampararse bajo las figuras mismas de lo directo, de la transitividad, del discurso sobre otro.
Este dictum barthesiano será fecundo en el ejercicio escritural de Cerda: le permitirá reflexionar sobre su propio ejercicio y le facilitará su justificación ante el inacabamiento de su gesto que tiende hacia lo fragmentario e indirecto, que tiende a volverse opaco para sí mismo y a poner en entredicho la presunta “claridad” expositiva que se requiere de la emergencia epocal que la literatura contingente exige del autor chileno. De ahí que la escritura de Cerda se vislumbre fragmentaria en la asunción del ensayo como género privilegiado de exposición y reflexión, como un singular género “ocasional” donde cada fragmento que lo constituye –notas, frases, auscultación de referentes culturales varios, remembranza de lugares antaño visitados, ensimismamiento con pedazos de biografía trunca y doliente, aforismos, comentarios, dilucidación de un posible sentido por medio de la celebración o el asombro electrizante- configura una totalidad respecto de sí misma y de un fantasmagórico y nunca existente libro, pero también y simultáneamente aquella totalidad permite advertir, en una fecunda ironía, que lleva dentro de sí la ausencia del todo, ausencia de la cual el ensayo forma, no obstante, una entidad acabada. En la escritura ensayística de Cerda ningún fragmento se basta a sí mismo: cada uno lleva en sí, por el contrario, lo que lo atrae hacia su recomienzo, hacia su infinita reiteración. Cada fragmento expresa y constituye, a la vez, un todo limitado y la ausencia de totalidad.




viernes, 12 de septiembre de 2014

Pinacoteca





Francis Bacon

No sé a qué luz o fuego he sido atado.
Ni la prueba de la queja
ni el embrujo de cielos invisibles
pueden apresar el ruego que envío
desde esta pupila huracanada.

El paisaje gira.
Yo giro.
Y soy la espiral que se derrama
como leche sobre el caos,
olvidando voz y origen,
olvidando la figura exacta, desprendido por algo
que circula entre nosotros vestido de evidencia.

  

Joseph Turner

En un oleaje de ceniza
el agua se disuelve como piel de lava.
Abierta al aire, toca fondo por mis ojos.

¿Qué horizonte percibir
en la claridad de su huida?
Triste, cierra musgosa cualquier cuerpo
hecha manantial o rostro encendido.

Sólo sé que su cabellera es una gaviota
adentrándose desde el cielo.



John Everett Millais

Las orillas naufragan en el incendio del bosque.

Y un himno silencioso convoca ausencias
como la solitaria cascada de Orfeo.

Los días no rasgan el aliento de las nubes
mientras el hilo nocturno
se niega a tejer inscripciones deletreables.

Mientras el soplo de mayo es palabra inútil
la luz del jardín es el cadáver de una doncella bajo el agua.




Balthus

Los fantasmas que llegan
mueren con el agua al crepitar.
Y sólo su silencio enciende la ilusión
de hablar con ellos
sobre días que transcurren.
En su sonrisa invisible
adivino la humedad de mis labios
que reflejan esa mirada nunca conocida:
la venganza de otras muertes
que la lluvia guarda en su vientre
como aire que ha huido desde otro cuerpo.



jueves, 4 de septiembre de 2014

Después de ver a Brueghel, leer a Auden y escribir un poema




Musée des beaux-arts

Acerca del dolor jamás se equivocaron
Los Antiguos Maestros. Y qué bien entendieron
su función en el mundo. Cómo llega
mientras alguno cena o abre la ventana
o nada más camina sin objeto.
Cómo, mientras los viejos aguardan reverentes
el milagroso Nacimiento, habrá siempre
niños sin mayor interés en lo que ocurre,
patinando
en el estanque helado a la orilla del bosque.

No olvidaron jamás
que el eterno martirio ha de seguir su curso,
irremediablemente, en sórdidos rincones,
donde viven los perros su perra vida
y la yegua del verdugo se rasca
las inocentes grupas contra un árbol.

Por ejemplo, en el Icaro de Brueghel:
con qué serenidad
todo parece lejos del desastre.
El labrador oyó seguramente
el rumor de las aguas y el grito inconsolable.
Pero el fracaso no lo conmovió:
brillaba el sol como brilló en el cuerpo blanco
al hundirse en las aguas verdes.

Y la elegante y delicada nave
debió haber visto lo inaudito:
la caída de un niño que volaba.
Pero el barco tenía un destino
y siguió navegando en calma.

(W. H. Auden)
Versión de José Emilio Pacheco

                                                         


Stimmung
(Variaciones sobre un tema de Auden)

Mon âme pour d’affreux naufrages appareille
Paul Verlaine

Entre el ir y venir del otoño se cumple la circularidad de toda rutina:
la sangre sube por la enredadera
y vuelve a bajar en la prestancia de su indisposición sensorial,
las palabras repiten teatrales la palidez de su propio silencio
y el avance de los años dibuja la derrota de toda acción
en la amabilidad de los gestos que se vuelven símbolos de algo:
exigencias, nostalgias, indiferencia del medio,
                                                                     el error de la historia.

¿Podrías haberlo impedido?
Si el arte es la ilusión de lo representado,
entonces la tensión entre lo viejo y lo nuevo,
entre la tradición y la aventura es sólo retórica
que se ve a sí misma con sarcasmo en el espejo de lo real:
el miedo culpable de comprobar el vacío de las afirmaciones.
Para el viejo Brueghel aquello no era tema a considerar;
era parte del orden del mundo situar el sufrimiento a escala humana
entre lo más banal y la experiencia más espantosa.
Dar la espalda al desastre
como el labrador que sigue en su oficio
o el navío que mantiene su curso de modo impersonal,
sabiendo que en ello no hay indiferencia,
sino cumplimiento de algo arcaico que no se puede intervenir.

Pero sin duda, para nosotros,
no hay posibilidad de volver a ese pacto entre las cosas
y su expresión lingüística, a esa asunción serena
de la contradicción como parte de un libro
del que no deletreábamos página alguna, sino más bien
admirábamos la artesanía de los contornos
diseñados con una paciencia que hoy es incomprensible.
Lo que resta, quizás, es redactar un catastro con costumbres,
usos, hábitos, prácticas
y pensar que con ellos se pueden caminar playas,
visitar aeródromos y centros comerciales,
hacer pasables moteles de quinta categoría,
resignarse a ver en una película de fin de semana
una experiencia estética y, en fin,
todo ese catálogo de lugares y quejas cliché
que se vuelven un repertorio necesario
                                           para conjurar el suicidio o la locura.

Mientras el otoño va y viene con su dulce apatía,
la calidez de sus hendiduras imaginarias
levanta un relato legible con el cual bastaría entender
las aprensiones de nuestra propia existencia,
como asimismo la desconsideración para con esas palabras
que íbamos a resignificar en un ingenuo juego alquímico.
Es verdad, tal vez no hay posibilidad alguna de volver,
cosa que los Viejos Maestros sabían de antemano,
incluso cuando pintaban a Icaro como símbolo de la soberbia.

Pero la distancia, la mudez del espejo, esa tarde calurosa
que conoció la destreza de nuestros cuerpos,
la proyección de esos apuntes amarillos
en las pantallas del sueño son, cómo no,
el desplazamiento entre tu memoria
                                           y la inexactitud de la cámara lenta…
Pero la distancia
                                          y esa mudez siniestra…



sábado, 30 de agosto de 2014

El lector filólogo: La ficción suprema: Gonzalo Rojas y el viaje a los comienzos de Marcelo Pellegrini

I

En una sociabilidad literaria que se precie, resulta normal que toda generación que acude a escena, prodigue desde sus filas un contingente de escritores y poetas que cultive la crítica literaria. Más que el crítico en estado puro, ya en sus versiones académicas o de difusión más amplia, el escritor y poeta devenido crítico es un actor cultural asumido plenamente a las reglas del juego de nuestro medio. Actor y parte que desde enfoques más puristas o cuestionadores, es visto como protagonista interesado. Pero sin restar importancia a esa aseveración, sería atractivo preguntar si acaso aquel fenómeno corresponde a una práctica recurrente o a una excepción. Y si miramos la historia de nuestra literatura nacional y aún continental, aquello no nos parece nada raro o ajeno: al menos desde el modernismo rubendariano a falta de cuadros críticos preparados, autónomos en su ejercicio y cultivados en su sensibilidad intelectiva –a pesar de los elocuentes procesos de alfabetización y desarrollo de la cultura letrada, con todos sus logros, miserias y fracasos ya en nuestro país como en el continente- son los mismos poetas y escritores los primeros en tomar la pluma para engarzarse en la disquisición crítica con mayor o menor acierto. Pero dejando a un lado por ahora tal debate que, ciertamente, daría mucho que hablar y bastante tela que cortar –sobre todo dadas las condiciones socio-culturales que enmarcan el ejercicio de la crítica literaria en Chile- lo que se mantiene como cierto es el surgimiento de un puñado de escritores y poetas que fungen también de críticos en toda la línea, ya en el ámbito académico, ya en el de medios de difusión más masiva. Sin duda aquello no es novedad: la crítica literaria ejercida por Enrique Lihn, Jorge Teillier, Miguel Arteche, Armando Uribe, Pedro Lastra, Alfonso Calderón, Waldo Rojas, Oscar Hahn y más cerca de nosotros en lo temporal por Eduardo Llanos, Jorge Montealegre y Andrés Morales, por ejemplo, ha sido una práctica que ha ocupado espacios y géneros diversos: desde la columna y reseña periodística, el ensayo de revista cultural o literaria hasta el artículo de corte más académico y otras formas no tan comunes como es el libro que reúne una selección de textos como los antedichos, como a su vez, el libro de carácter monográfico y de largo aliento con mayor o menor densidad analítica o interpretativa.
Así, el cultivo de la crítica es efectuado por un creador que reflexiona, por un poeta crítico que ante la circunstancia epocal, la necesidad interna, lo perentorio de su gesto autorreflexivo y hasta por razones materiales de sobrevivencia, lleva a cabo este ejercicio. El comentar, el valorar, el contraponer y razonar, el zaherir o discutir, el poner sobre la balanza el sentido posible de los textos del presente y del pasado y su circulación en medio de la sociabilidad que los sustentan y amparan es algo que, teniendo buenas o malas épocas de desarrollo y difusión, de todas maneras, es un acto primordial para que esa misma sociabilidad se legitime ante sí misma y el cuerpo social. Dadas las condiciones de “operación” en el neoliberal Chile de la postdictadura, aquel ejercicio como tendencia, se acrecienta o consolida cada vez más a partir de los años 90. De aquel modo la crítica literaria cultivada por poetas y escritores como Carlos Henrickson, Cristian Gómez, Bruno Cuneo, Matías Ayala, Jorge Polanco, Leonardo Sanhueza, Javier Bello, Roberto Onell, Jaime Pinos y varios otros, densifica una atmósfera, patentiza un gesto lector diverso y hace creer que la partida crítica no está del todo derrotada o evanescentemente difusa. Ya como norma permanente o acción esporádica, estos escritores y poetas y otros –algunos más jóvenes como Víctor Quezada, Guido Arroyo, Diego Zúñiga, Rodrigo Arroyo o Daniel Rojas, por ejemplo- llevan a cabo su escritura con variable intensidad y agudeza.
Y es que a pesar de listados como éstos, tentativos y para nada definitorios, lo que hay en el gesto crítico –al fin y al cabo, en el gesto de leer- es un afán irrenunciable de desplegar aún a tientas, un espacio intelectual donde pueda ser aprehendida la resonancia que prolonga o contradice la obra literaria que suscita nuestra necesidad simbólica de cuestionamiento, sentido, asombro o placer. El lugar común y bien pensante nos indica que en ese espacio intelectual debería llevarse a cabo el encuentro de las obras literarias, su posibilidad de diálogo, su más que pertinente intercambio, su radical expectativa auscultadora de potenciales significados y su más que tensa representación -contradictoria y problemática- respecto de lo histórico. Ese espacio intelectual es frágil entre nosotros. Muy frágil, a veces hasta tentadoramente inexistente. Y no porque los escritores y poetas arriba mencionados no posean cada uno a su manera talento para discernir los eventuales sentidos que poseen las obras literarias que se prestan a su anónimo y recurrente escrutinio -escrutinio alejado del espectáculo en que muy a menudo deviene esa misma sociabilidad literaria que dice sustentar sus ejercicios-, sino porque, tal vez, la práctica crítica sigue siendo para nosotros casi cualquier cosa, menos un campo de afinidades y oposiciones. En la violencia gratuita del comentario irresponsable, como en la vaciedad discursiva que le da amparo o en el lucimiento personal de enfant terrible, se encarna lo que en diversos instantes aparece como grito desde el púlpito o insidia desde el fondo de la sala. Obviamente nunca como razonamiento. Tal vez porque, como diría Octavio Paz, olvidamos –o queremos ignorar con desidia e insolencia- que la crítica es lo que constituye eso que llamamos literatura y que no es tanto la suma de opiniones bienintencionadas en torno a textos variopintos, sino más bien es el modo en que opera un sistema de relaciones.

II
En este contexto, la aparición a principios de este año 2014 en Editorial Cuarto Propio de La ficción suprema: Gonzalo Rojas y el viaje a los comienzos del poeta, ensayista y traductor Marcelo Pellegrini, es un caso, a mi parecer, decidor de lo que estoy tratando de plantear acerca de la crítica literaria actual. Por supuesto que el libro de Pellegrini no es un caso aislado, ni mucho menos. Porque de un tiempo a esta parte, varios han sido los libros de carácter monográfico o de reunión de textos diversos que han aparecido en la escena crítica. Pienso, entre otros en Maquinarias deconstructivas: poesía y juego en Juan Luis Martínez, Diego Maquieira y Rodrigo Lira (2013) de Marcelo Rioseco; Constitución de un sujeto sobreviviente. Una lectura a la poesía de Tomás Harris (2013) de Mary Mac Millan y El paraíso vedado. Ensayos sobre poesía chilena del contragolpe 1975-1995 (2010) de Sergio Mansilla. Pero no se trata solamente, en mi opinión, de que el libro de Pellegrini sea una publicación “académica”, algo de todos modos fácil de decir y despachar en la pereza lectora que carece de discurso. Como los libros de Mansilla y Rioseco acá señalados y otros más que han visto la luz años anteriores como los de Matías Ayala, Jorge Polanco y Luis Correa Díaz[1], por ejemplo, es claro que la ritualidad universitaria solicita sus gestos de legitimación, aunque cada vez teniendo menos en cuenta al libro como soporte y transporte de ideas, opiniones y reflexiones en aras de ese insípido texto llamado paper. Pero de ninguna manera es posible considerar este libro en torno a la poesía de Gonzalo Rojas pensado para los regodeos universitarios. Eso sería un flaco favor para Rojas y Pellegrini. Más bien, este libro lo veo como una plataforma giratoria de sentidos posibles que implican, entre otras varias cosas, una manera de entender lo que puede ser una “lectura crítica” y, por otro lado y de no menor relevancia, una forma de rendir cuentas a una memoria personal y, por qué no, hasta generacional. Intentaré argumentar en torno a estos dos puntos.
Ciertamente la obra del poeta chileno Gonzalo Rojas (1917-2011), si bien desde la aparición misma de su primer libro La miseria del hombre en 1948, ha suscitado una paulatina e intensa atención crítica, sólo a partir de los libros inaugurales de Marcelo Coddou y Nelson Rojas -Poética de la poesía activa y Estudios sobre la poesía de Gonzalo Rojas, respectivamente, ambos de 1984- podría decirse que despierta el activo interés de la crítica académica que se ha prodigado en varios volúmenes monográficos, homenajes, libros y en sinnúmero de artículos, notas, reseñas y ensayos. Rojas, en ese sentido, nunca fue un poeta de cuya obra se desentendiese la versión académica de la crítica literaria chilena. Aún más, desde la década de los 80, esa obra poética siempre provocó la más ferviente recepción y la más elocuente justificación interpretativa. Un gesto así, implica, sin duda, un acumulamiento de material, una suma si no portentosa, al menos bastante significativa de interpretaciones posibles –la Babel de la literatura secundaria en el decir de Steiner-: auscultada con minuciosidad en varios ensayos, tesis y libros, la poesía de Rojas parecía aclarada, explicada y comentada con una solvencia que ya se querría la obra de cualquier otro poeta chileno o latinoamericano. Es así que su resonancia continental no ha dejado de ser menor y sus lectores, desde el adolescente meditativo que busca en esta poesía una manera de entender su propia experiencia vivencial, hasta el scholar de universidad estadounidense, no han menguado, ni mucho menos han desaparecido.
¿Posee entonces una obra poética como ésta, acaso la resolución de sus nudos críticos, la claridad de una interpretación ajustada y convincente? Pareciera ser que sí. Pero, afortunadamente, sólo pareciera. Como en muchas otras cosas de la vida, los consensos no son necesariamente pertinentes: las opiniones se cristalizan, las lecturas se solidifican y devienen cualquier cosa y se corre el riesgo cierto que monumentalicen a esa misma obra que pretenden valorar. La crítica literaria en torno a la poesía de Gonzalo Rojas ha sido, justamente, salvo contadas excepciones, una paulatina construcción de consensos críticos que, en su claridad expositiva y densidad interpretativa, han ido constituyendo el cuerpo de una opinión consolidada. Y eso, tal vez, no sé hasta qué punto implica entender las aproximaciones a la poesía como una especie de conocimiento acumulativo que se autocerciora a sí mismo una y otra vez: quizás terminamos escribiendo sobre las opiniones de tal o cual ensayo que manifestó tal o cual opinión o escribimos para defender, refutar o proponer tal o cual tesis que un ensayo, un libro o un paper dijeron, manifestaron o aseveraron. Y sin negar la necesidad que a veces eso significa, vemos que la obra, el poema, queda en un horizonte cada vez más difuso o alejado. Soy de los que creen –y no soy para nada original en ello- que una lectura que monumentalice al objeto de su deseo, es una lectura que socava los fundamentos dinámicos, variables y sorpresivos que la propia poesía posee como parte de su manera de ser. Por eso, cuando aparece una nueva lectura de esa misma obra que, siendo absolutamente respetuosa y comprensiva con el acerbo bibliográfico de opiniones vertidas durante años y hasta décadas, pero que asimismo pone en entredicho varias de esas opiniones, haciendo que la obra sea vista desde otro ángulo, suscitando incluso, un cambio o modificación de la perspectiva con la cual, finalmente, leemos, pues esa nueva lectura, sin ser tal vez audaz en su gesto iconoclasta, baraja el naipe de la interpretación con una nueva mano que nos deja, gozosamente, fuera del juego, para reiniciarlo con atención, otra vez.

El libro de Pellegrini sobre Rojas, a mi entender, hace eso. Como en el Cuarteto para cuerdas nº 1 de Arnold Schonberg, Pellegrini es un scholar aplicado y consecuente: nadie objetaría la rigurosidad de corte académico con todo el aparataje teórico y de citas generosas que surgen una y otra vez en el cuerpo del texto, rigurosidad que aparece en la superficie de su escritura, pero ella misma no va en contra de sus argumentos, aún más, no se queda detenida en sus fronteras, ni menos inmoviliza su trama que teje y desteje con avidez. Sin duda otra es la rigurosidad del ojo crítico de Pellegrini, una que tiene mucho de riesgo: el querer leer como si fuera la primera vez. Pero su audacia y perspicacia de lector pueden más que cualquier convencionalismo al uso: una amplitud de diseño, una secuencia prolija que no renuncia a los detalles, prosa clara y bien argumentada que rehúye cualquier idiolecto académico de corrección calculada, una prosa diáfana incluso en pasajes que la hacen más que legible, incluso amena, una obra de crítica literaria de cabo a rabo, donde su voluminosidad –más de 300 páginas- no se nota con esa pesantez que lamentamos en tantas otras escrituras críticas. El gesto de Pellegrini es cordial, pero firme: respetuoso de las opiniones y pareceres de ese conocimiento acumulativo en torno a la poesía de Rojas, nuestro autor las despacha según su necesidad interpretativa y según la pertinencia de sus argumentos. Sin duda que este libro se haya atento a la crítica anterior, pero se vuelve una y otra vez insistente y convincente en sus puntos de vista sin renunciar a la prueba del poema mismo, a lo que la propia escritura de Rojas manifiesta y dice. En ese sentido hay pasajes donde el comentario de tal o cual poema aparece intenso, de una lealtad abrumadora para con el poema mismo. Pienso por ejemplo cuando Pellegrini aborda la génesis y exégesis de un poema ya clásico de Rojas como es Perdí mi juventud o como cuando explora el ámbito erótico/amoroso en poemas como Oscuridad hermosa o como cuando indaga los fundamentos de la genealogía del poeta en otro poema ya clásico de Rojas como lo es Carbón. Los ejemplos se podrían prodigar una tras otro. Pero lo que, insisto, resalta de su tratamiento es esa manera de intentar ser fiel a lo que el propio poema otorga en su significación posible. Por ello, acudir a los niveles fónicos, sintácticos, prosódicos y rítmicos es esencial acá para llevar acabo una lectura pertinente, pero de todas formas, no son los únicos caminos para allanar el eventual sentido que Pellegrini busca para establecer las coordenadas de la densidad de la obra rojiana. Pues no se trata sólo de ver al poema como transmisor de información para justificar las propias opiniones que se van vertiendo página tras página, si no más bien, estamos en presencia de un gesto filológico que convierte el acto de lectura en un encuentro amoroso que no vacila en discernir verso a verso, palabra a palabra, el cuerpo textual que se ofrece a la mirada que constituye el centro principal de los afanes interpretativos de Pellegrini. Ese cuidado, esa forma de responder a los requerimientos del poema creo que, hoy por hoy, es raro o muy poco común en la crítica literaria chilena. Porque no se trata solamente de contar sílabas o describir la retórica de tal o cual imagen empleando códigos preestablecidos del repertorio académico estándar. Pienso que se trata de otra cosa: de ir deshilvanando nociones de sentido en la filigrana espesa del poema, donde no cualquier opinión, aun razonadamente manifiesta, puede ser cierta o valedera a pesar de tener de su parte la justificación de su enunciado. Es, ni más ni menos, la dificultad de leer un poema, la conciencia crítica de la dificultad del acto de leer. Y con la dificultad añadida que esa lectura no se nos vaya de las manos o se precipite al abismo de las significaciones redundantes o vacías del lugar común. Eso es tal vez lo medular del gesto filológico que lleva a cabo Pellegrini. Y ese mismo gesto hace que su lectura, en tanto conjunto, sea coherente y creíble críticamente hablando. Este proceder, por supuesto, tiene sus riesgos. Pues se tiene la impresión de estar leyendo una obra de crítica literaria en el más tradicional sentido del término –Pellegrini ha sido ávido lector de esa tradición que tiene a Curtius y Auerbach entre sus mejores representantes- y ello implica, sin duda, una manera inactual de vérselas en el entendimiento del acto crítico: su libro no es sociología, ni estudios culturales, ni psicoanálisis postfreudiano o postlacaniano. No vemos en él nociones de “margen”, “agenciamiento” o citas a Foucault o Derrida. En el modo en que Pellegrini lee el detalle del poema –haciendo de su libro una fascinante acumulación articulada de detalles-, es posible advertir, por ejemplo, su filiación con la ensayística de Pedro Lastra. En ello veo algo relevante ya que comprendemos mejor su accionar y proceder.
A veces, cuando leemos ensayos extensos que manifiestan afiliarse a una noción de crítica literaria más amplia, con pretensiones de ser discursos de crítica cultural, esa misma amplitud, generosa en correr el horizonte de expectativas de comprensión, nos hace olvidar desde dónde estamos leyendo y qué estamos leyendo: el poema, la novela, un texto literario. Tal vez ahí radica un desvío que nos aleja de la conmoción que la lectura provoca de modo inusitado y desde la cual se justifica, tal vez, todo ejercicio lector. El ensayista y crítico argentino, Alberto Giordano, siguiendo una propuesta de Deleuze –“las supersticiones son creencias que separan a un cuerpo (en este caso, la literatura y el lector) de su potencia de actuar, que disminuyen esa potencia, que limitan lo que ese cuerpo puede”- se ha referido a esto identificando los “tics” que desplazan y aplazan esa conmoción denominándolas supersticiones del lector crítico: en primer lugar, la superstición política que consiste en creer que la literatura es útil porque cumple una función crítica, desmitificadora, al servicio de una causa justa, moralmente fundada (todavía no podemos pensar el poder de lo inútil). En segundo lugar, una superstición sociológica que consiste en creer que la literatura es homogénea a los discursos sociales, que se mueve en el mismo medio de generalidad que ellos, que sólo actúa sobre ellos en tanto los padece directamente (todavía no podemos pensar el poder de lo singular). Por último, una superstición histórica que consiste en creer que el sentido de la literatura es contemporáneo del de los discursos sociales, que las morales con referencia en los cuales estos discursos circulan funcionan como contexto, es decir, como límite de sentido de la literatura (todavía no podemos pensar el poder de lo inactual)[2].
Puestas así las cosas, me convenzo cada vez más que este libro de Pellegrini, el gesto de lector crítico que articula y sustenta es un gesto inútil, singular e inactual. Por eso mismo su cariz filológico suscita una extrañeza, una extrañeza que se funda no tanto en la peculiaridad de una lectura privativa, sino en el afán de establecer un sistema de relaciones que nos permita situar del mejor modo a la poesía de Rojas. Ese sistema parte de la materialidad misma de los versos de Rojas: sus ecos, sus resonancias, su sentido entrevisto en referencias de difícil acceso, en la construcción de una genealogía de mundos y referentes que Pellegrini pone en evidencia y hace circular ante nuestra mirada. Lo interesante, es que Pellegrini no sólo hace eso, sino que nos desea persuadir argumentativamente que es así.

III
Ahora bien, si acaso es verdad lo que afirma el poeta y crítico Luis Correa Díaz al decir que este libro nos ayuda a reexaminar el punto exacto en que la biografía y el discurso literario entran en contacto y se fusionan, creando una tercera dimensión que Enrique Lihn llamó “biopoética” –en tanto esclarecimiento de los complejos juegos referenciales poéticos, lingüísticos y filosóficos de una obra como la del poeta de Oscuro- aquello no sería posible si no atendiéramos a la propia recurrencia de Pellegrini como poeta lector de Rojas. Me explico: manifestaba páginas atrás que dentro de los sentidos posibles que se desprendían de un libro como éste, estaba una forma de rendir cuentas a una memoria personal y, por qué no, hasta generacional. Así, este libro es también una obsesión, una marcada obsesión para articular una memoria poética en un contexto desolado y cuyas referencias nos hacen pensar, nuevamente, en el modo en que los así llamados poetas de los 90 han ejercido ya no tanto la crítica literaria con más o menos fortuna, sino como manera de buscar en su naufragio, puntos de referencia para ser ellos mismos y enfrentar la vorágine de lo histórico. Puntales de escritura que no desaparecieran del horizonte y que pudieran ser atisbados como una posibilidad de sentido. Creo que la lectura que Pellegrini efectúa de la poesía de Rojas, cabe dentro de ese gesto mayor -o más amplio si se quiere- que desea dar cuenta del afán por esclarecer un asedio a la memoria que dibuja la apropiación de un imaginario –no sólo literario- que fue devastado por la dictadura y que, en su gesto de aprehensión, es posible advertir como un gesto político de reinvención tanto poiética como cultural. No es gratuito, ni azaroso el rescate, la lectura, la discusión y la apropiación de una serie de poéticas y posturas estéticas que ayudaron no sólo a un proceso identificatorio de los poetas de los 90 en tanto cohesión grupal, sino más bien en advertir que en tal apropiación lectora lo que había era un esfuerzo por inquirir, un esfuerzo por tender lazos y comprender la necesidad de obviar por espurias las pretensiones neofundacionales de los agentes dictatoriales y sus adláteres en lo referente a inaugurar o instaurar una sensibilidad no conectada con el pasado, visto éste como algo malévolo y equívoco en sí mismo. De alguna manera, el “sentido de tradición” de la poesía chilena del siglo XX, en los poetas de los 90, no es una recuperación monumental de íconos de una supuesta representatividad de cariz espectacular, tan al uso hoy en día, sino más bien un esfuerzo por esclarecer una genealogía, un contacto vital y no amnésico y menos museal con poéticas tales como las de Rosamel del Valle, Mandrágora, Eduardo Anguita, Carlos de Rokha, Humberto Díaz-Casanueva, Boris Calderón y Gustavo Osorio, entre las cuales, la de Gonzalo Rojas es ciertamente relevante.
Como bien indica en el prefacio del libro, Pellegrini ha asumido ese afán desde aquel lejano abril de 1989 cuando, siendo aún un joven adolescente, vio y escuchó por vez primera a Rojas leer sus poemas en un acto en la Universidad Católica de Valparaíso. Desde ese instante hasta este libro han pasado 25 años. Ahí vislumbro un gesto radical, no sólo de fidelidad y obsesión para con una memoria personal, sino para con esos cruces necesarios que toda “biopoética” encuentra en el fundamento mismo de su constitución. En el ámbito de las humanidades, en contra de los discursos que relegan la memorización al tacho de las tecnologías arcaicas, no acordarse simplemente es no saber. En poesía es lo mismo, pero como nos enseña en sordina este libro, no acordarse implica también el olvido y, por ende, la muerte.  


Viña del Mar, invierno de 2014.


[1] Jorge Polanco: La zona muda, una aproximación filosófica a la poesía de Enrique Lihn. Ediciones Universidad de Valparaíso/ RIL Editores, Stgo, 2004; Matías Ayala: Lugar incómodo: poesía y sociedad en Parra, Lihn y Martínez. Ediciones de la Universidad Alberto Hurtado, Stgo, 2010; Luis Correa Díaz: Lengua muerta. Poesía, post-literatura & erotismo en Enrique Lihn. Ediciones Altazor, Viña del Mar, 2012.
[2] Alberto Giordano: Razones de la crítica. Sobre literatura, ética y política. Ediciones Colihue, Buenos Aires, 1999.