lunes, 29 de julio de 2013

La casa de la muerte, la casa de la vida

El fin de semana  recién pasado, leí en la página www.letras.s5.com un pequeño texto que hace de antesala a la traducción de un poema de Seamus Heaney. El texto y la traducción son de mi amigo, el poeta Marcelo Pellegrini. Demás está decir que me gustaron mucho: evocó en mí una vaga y muy personal sensación de nostalgia, por decirlo de alguna manera. Y ahora, en un arranque de confianza -y con las disculpas de Marcelo y de Luis Martínez- subo aquel texto y aquel poema a mi blog. No sé, tal vez una forma muy curiosa de sentir que ese poema, de alguna manera también es mío...como si la poesía fuera la ilusa posesión de alguien, en fin. Ahora, comparto con los lectores de mi blog esta bella traducción de mi amigo arraigado en el país del norte.

Para la poesía de Seamus Heaney (Mossbawn, Irlanda del Norte, 1939) el mirlo posee una resonancia equivalente a la del ruiseñor para la poesía de John Keats. En “St Kevin and the Blackbird”, por ejemplo, uno de sus poemas más emblemáticos, Heaney relata una anécdota sobre ese santo: Kevin se encontraba, con los brazos extendidos en cruz, orando con la mayor concentración, en rapto casi místico, en su celda; ésta era tan pequeña que uno de sus brazos salía hacia el exterior por la ventana, la palma de su mano en dirección al cielo. Un mirlo confundió el brazo de Kevin con la rama de un árbol, y entonces anidó ahí; al sentir el calor del ave y de los huevos que puso en el nido, el santo, una especie de San Francisco de Asís del norte de Europa, sintió tal cariño por esa manifestación de la vida, que se quedó en su celda sin moverse durante semanas, olvidado del mundo y olvidado de sí mismo a orillas de un río cuyo nombre también olvidó. Para Heaney, la historia de San Kevin y el mirlo es una verdadera meditación sobre la poesía, una fábula que recrea el proceso del nacimiento de un poema ligado indefectiblemente al ciclo de la vida.
Pero el mirlo también es para Heaney un tierno mensajero de la muerte. El poema “El mirlo de Glanmore”, que cierra la colección District and Circle (2006), relata la historia de Christopher, uno de los hermanos del poeta, muerto a los cuatro años atropellado por un automóvil. No es primera vez que Heaney toca ese tema: el poema “Mid-Term Break”, publicado en Death of a Naturalist (1966), el primer libro de Heaney, cuenta la historia de una manera trágica que es, al mismo tiempo, estoica: el sufrimiento es algo que hay que soportar, porque así es la vida. Hay cierta sabiduría de parte del hablante de ese poema, al recordar cuando recibió la noticia y cuando vio, sin derramar una lágrima, el cadáver de su hermano en un pequeño ataúd. Treinta años después de publicar ese poema, Heaney nos relata, ahora desde la madurez, la manera en que ese mirlo representa a su hermano muerto (“espíritu que ronda, hermano perdido”), el mismo hermano que cuando tenía dos o tres años se revolcó de alegría y felicidad en el jardín de la casa al verlo regresar después de su primer semestre en el internado. El mirlo, de esta forma, pasa de ser un prodigio de la naturaleza a ser un recuerdo atesorado en el corazón, un recuerdo que vive y vuela y canta. El hablante mismo vuela, y se mira a sí mismo desde las alturas “frente a mi casa de la vida”
Los versos que el poeta tradujo y cita en su poema pertenecen a la versión que Heaney hizo del Filoctetes de Sófocles (publicada en 1990 con el título The Cure at Troy), traducción que ha sido leída en Irlanda y en otro países de habla inglesa como una reflexión histórica relacionada a la lucha sectaria entre los bandos protestantes y católicos en Irlanda del Norte y en la República de Irlanda. La “casa de la muerte” que aparece ahí pertenece a las palabras que Filoctetes le dice al coro (hablo de la traducción de Heaney) después de pedirle un cuchillo o un hacha para desmembrarse a sí mismo, porque prefiere la muerte antes que el sufrimiento (Filoctetes, mordido por una serpiente, no pudo ir a la guerra de Troya). Terribles palabras de aquel que está herido y vive solitario en una isla, abandonado del mundo. Luego de eso, el coro reflexiona: “Los seres humanos sufren. / Se torturan los unos a los otros. / Se hieren y se maltratan. / No hay poema, obra ni canción / Que pueda rectificar el daño / Que una vez infligido permanece”. Puede ser, pensamos, sobre todo si echamos una mirada, aunque sea rápida, a la historia del siglo XX y a la que va del siglo XXI, de la que Irlanda es un terrible capítulo. Pero después de leer “El mirlo de Glanmore” nos damos cuenta de que hay una esperanza posible, al menos para la poesía de Heaney: el amor vuelve transformado en espíritu y en manifestación de la naturaleza. Muerte y vida son, entonces, equivalentes; el poema comienza cuando hay una ausencia, y lo que es el absoluto silencio se vuelve lenguaje. El poema no rectificará al mundo ni lo cambiará, pero lo volverá un poco más amable. Sólo un poeta de la sabiduría de Seamus Heaney puede decirnos una clara verdad con palabras igualmente claras.


El mirlo de Glanmore
                                              Seamus Heaney

En el prado cuando llego,
Llenando de vida la quietud
Pero dispuesto a espantarse
Al primer movimiento.
En la hiedra cuando me voy.

Eres tú, mirlo, al que amo.

Me estaciono, hago una pausa, tengo cuidado.
Respiro. Tan sólo respiro y me siento
Y versos que alguna vez traduje
Recuerdo: “Quiero ir
A la casa de la muerte, donde mi padre

Bajo el techo de barro”.

Y pienso en uno que ha ido hacia él,
Pequeño bailarín de la quietud,
Espíritu que ronda, hermano perdido
Retozando en el jardín,
Tan contento de verme en casa,

Después de mi primer semestre lejos.

Y pienso en las palabras de una vecina
Mucho después del accidente:
‘Aquel pájaro en el galpón,
En la cornisa durante semanas,
En aquel momento no dije nada,
Pero nunca me gustó ese pájaro’.

El seguro automático del auto
Se cierra, el pánico del mirlo
Es breve, por un segundo
Me veo a mí mismo a vuelo de pájaro,
Una sombra en la gravilla

Frente a mi casa de la vida.

Volando a ras de tierra, soy entero
Para ti, para tus rápidas contestaciones,
Para cada una de tus desafiantes vueltas,
Para tu movedizo, nervioso pico dorado,
En el prado cuando llego,

En la hiedra cuando me voy.


domingo, 21 de julio de 2013

El poeta Janos Pilinszky 1921-1981




Nacido en Budapest en 1921, el poeta Janos Pilinszky provenía de una familia acomodada: su padre era ingeniero y su madre trabajaba en correos. Estudiante de Letras y Derecho en la Universidad Péter Pázmány donde se especializó en literatura húngara e italiana e historia del arte, fue como muchos de sus compatriotas, movilizado forzosamente a fines de 1944 en el inútil esfuerzo de guerra por parte de la dictadura fascista húngara para detener, en concordancia con una ya derrotada Alemania nazi, el avance del ejército soviético hacia el corazón de Europa. Así, entre noviembre de 1944 y marzo de 1945, Pilinszky no sólo participa de los últimos y desesperados combates en el Frente Oriental contra los rusos, sino que también es testigo del horror de descubrir los campos de concentración nazis, como a su vez, multitud de campos de prisioneros de uno y otro bando con toda su secuela de barbarie, inhumanidad y salvajismo. Esta singular experiencia marcará de por vida su modo de comprender la poesía y le impulsará hacia una afanosa búsqueda íntima de carácter existencial bajo el alero del cristianismo católico. Concluida la guerra, Pilinszky regresa a su natal Budapest –ciudad en ruinas y con desabastecimiento- en el otoño de 1945 y partir de aquel año es un activo miembro de la vida cultural y literaria húngara. Si bien es cierto que varios de sus poemas habían aparecido en diarios y revistas en años anteriores a la Segunda Guerra Mundial entre 1937 y 1939, su primer libro de poemas lo publica en 1946 con el cual obtiene el Premio Baumgarten. Luego, entre 1947 y 1948, reside en Italia perfeccionando sus estudios de Historia del Arte. Sin embargo, a partir de 1949, bajo el nuevo régimen comunista, se le prohíbe publicar y sólo hacia mediados de la década de los 50 como cuentista para niños, pudo paulatinamente ingresar de nuevo al circuito literario húngaro. Los acontecimientos que conllevan la revolución de 1956 lo obligan a renunciar a su trabajo en la editorial Magvető Kiadó y para sobrevivir, efectúa trabajos esporádicos en diversas revistas y diarios húngaros, entre los que sobresale su colaboración con el semanario católico Új ember donde publica crítica literaria, crítica de arte y reflexiones filosóficas y religiosas. A partir de los años 60 y gracias a los procesos de desstalinización llevados a cabo por Krushev y que afectan a buen parte de Europa del Este, se le permite viajar al extranjero, visitando Londres, París, Roma, Viena y Bruselas en varias oportunidades. Su poesía comienza a ser conocida en otras latitudes y es traducida al inglés por Ted Hughes  y al alemán por Jutta Scherrer. El suicidio de su hermana en 1974 lo sume en una honda depresión que le hace abandonar la escritura poética. Es reconocido enb su país en dos oportunidades: en 1971 es distinguido con el premio Attila József, y en 1980 con el premio Lajos Kossuth.
Janos Pilinszky fallece en Budapest de un ataque cardiaco en 1981 a los sesenta años.
La poesía de Pilinszky es muy poco conocida en nuestro idioma. Sólo he podido hallar referencias en la revista digital Enfocarte nº 13 www.enfocarte.com y en la breve e interesante antología El reverso de la luz: cuatro poetas húngaros de Rodrigo Escobar Holguín y Vera Székács, editada en 1999 por la Universidad Nacional de Colombia. De ambas fuentes he extraído los poemas de Pilinszky que incluyo más abajo.
Subir algunos de estos poemas al blog, más que nada tiene el propósito de difusión, de ampliar nuestras lecturas, de ampliar nuestra percepción de otras latitudes y descubrir autores y poemas que pueden, a la larga volverse significativos para algún lector

Introito

¿Quién abrirá el libro sellado?
¿Quién quebrará el tiempo intacto?
¿Quién indagará del alba al alba,
alzando y abatiendo, sus páginas?

A las llamas de lo ignoto, ¿quién de nosotros
osará allegarse? ¿Y quién, quién osará escrutar
las compactas hojas del libro cerrado?
¿Quién osará hacerlo con la mano desnuda?

¿Y quién de nosotros no temerá? ¿Quién no temerá,
cuando incluso Dios cierra los ojos,
y se postran todos los ángeles,
y se entenebran todas las criaturas? 

El cordero es quien de nosotros no temerá,
sólo él, el cordero, que fue inmolado.
Atraviesa el mar de vidrio
y sube al trono. Y abre el libro.


Salmo

Quien después de días de hambre
piensa en el pan,
está pensando en el pan de verdad.
Quien al fondo de un cuarto de tormentos
echa de menos la ternura,
desea la ternura de verdad.
Quien, reclinado en una almohada,
no siente que está solo,
en verdad no está solo.


La plegaria de Van Gogh

Una batalla perdida en los trigales
y en el cielo una victoria.
Pájaros, el sol, y de nuevo pájaros.
De noche, ¿qué quedará de mí?

De noche, sólo una hilera de farolas,
un muro de arcilla pálida que brilla,
y al fondo del jardín, entre los árboles,
como velas puestas en fila, las ventanas;

Allí habité una vez y ya no habito;
no puedo vivir donde una vez viví, aunque
el techo allí solía cubrirme.
Señor, tú me cubrías hace tiempo.

Impromptu

Estoy vagando sin rumbo
desde meses sin parar,
un sol asesino y dulce
me ciega y duele noche y día.
¿Desde dónde tantas visiones?
Ella surge al lado del agua,
en juventud esplendorosa,
flotando en lo súbito oscuro,
su sonrisa rompe en la costa.
Lejos se encienden los veleros.
Calor a plomo a mediodía
en cabina dispersas llueve.
¡Y los detalles, las minucias!
Sólo una flor al viento blando,
como si en manos asombradas
la girara en silencio un crío.
¡Las melodías! ¡Por filas de cuartos
la misma melodía resonante,
como si el mar descalzo
paseara en sus paredes!
Pero son los amantes los más bellos,
sus crines, tolda última y hermosa 
del pudor, iluminan la penumbra.
Amantes, y el ocaso,
filas de casas apagándose,
y entre las casas, en la arena,
la mole inmensa de una torre.
¿Quién puede imaginarse algo más triste?


Basta

Así sea muy ancho lo creado,
es más estrecho que un establo.
De aquí hasta allá. Piedra, árbol, casa.
Actuando estoy. Llego temprano, me retraso.
Pero alguien entra a veces
y lo que existe se abre de repente.
Basta ver una faz, una presencia,
y ya sangra el papel de las paredes.
Sí, sí, basta una mano, como cuando
revuelven el café o hacen el gesto
de abandonar la escena,
para olvidar entonces dónde estamos,
la hilera de ventanas sin aire, y luego
regresar en la noche a nuestro cuarto
para aceptar lo inaceptable.



Espacios

El infierno es sentir un espacio. Lo es el cielo.
Diferentes espacios. El paraíso es libre;
vemos al otro bajo nuestros ojos,
como un cuarto de sótano;
desde lo alto, bajo nuestros ojos,
como atisbando por una escalera,
por una puerta de un cuarto de sótano dejada
a propósito abierta (¿o por olvido?).


Pasa allí lo que yo, precisamente, 
no puedo soportar. Tal vez apenas abran
un cajón lleno de guiñapos,
midan un cisne, cuántos kilos pesa,
o hablen de aquello, una y mil veces,
con ese único ser a quien yo amo,
de lo que no se puede ni se debe
ni hablar, ni escribir.



Alguien

Por un perfecto círculo, o mejor,
por un óvalo imperfecto
está mirando Dios al monstruo. Un millón
de caras, manos y uñas en conjunto.
En el fondo una cama larga y muda;
una vulgar cobija y una almohada.
La pezuña del monstruo perfora el pavimento,
y alguien rompe a llorar.



Una vieja fotografía

En la fotografía, yo con tres años.
En el reverso, una anotación que hice
con ocho. Y ahora yo
que, con veintiuno, miro la fotografía.
Los tres nos saludamos
y nos damos la mano, distantes.


domingo, 14 de julio de 2013

Tradición y talento individual por T.S. Eliot

En el ámbito de las letras inglesas rara vez hablamos de tradición, aunque ocasionalmente aplicamos el término al deplorar su ausencia. No podemos referirnos a la “tradición” o a “una tradición”;  a lo sumo, empleamos el adjetivo al decir que la poesía de fulano es “tradicional” o incluso “demasiado tradicional”. Rara vez, pues, aparece la palabra, salvo en una frase de censura. De otro modo, es vagamente aprobatoria, con la implicación, en cuanto a la obra aprobada, de cierta placentera reconstrucción arqueológica. Apenas se puede hacer de la palabra algo grato a los oídos ingleses sin esta cómoda referencia a la apaciguante ciencia de la arqueología.
            Ciertamente, es poco probable que la palabra aparezca en relación a nuestras apreciaciones de escritores vivos o muertos. Toda nación, toda raza, no sólo cuenta con sus propios giros mentales creativos, sino con sus giros críticos; y es incluso más olvidadiza de las deficiencias y limitaciones de sus hábitos críticos, que de los de su genio creativo. Conocemos o creemos conocer el método o hábito crítico de los franceses, a partir de la enorme cantidad de escritos críticos publicada en francés; y concluimos (somos gente tan inconsciente) que los franceses son “más críticos” que nosotros, y a veces como que nos adornamos con esa aseveración, dando a entender con ello que los franceses son menos espontáneos. Acaso lo sean; pero deberíamos recordar que la crítica es tan inevitable como la respiración, y que no redundaría en nuestro desdoro articular lo que nos pasa por la cabeza cuando leemos un libro o sentimos una emoción al respecto, o criticar nuestro propio modo de pensar en sus procedimientos críticos. Uno de los hechos que podría arrojar luz sobre este proceso radica en nuestra tendencia a insistir, al alabar a un poeta, en aquellos aspectos de su obra en que menos se asemeja a los demás. En estos aspectos o partes de su obra pretendemos hallar lo individual, lo que constituye la esencia propia del hombre. Habitamos, satisfechos, en las diferencias entre este poeta y sus predecesores, en especial sus predecesores inmediatos; nos empeñamos en encontrar algo que pueda aislarse para poder disfrutarse. Mientras que, si nos aproximamos a un poeta sin este prejuicio, con frecuencia encontraremos que no sólo las mejores partes de su obra, sino las más individuales, acaso resulten aquellas en las cuales los poetas muertos, sus ancestros, confirman su inmortalidad más vigorosamente. Y no me refiero al periodo impresionable de la adolescencia, sino al de la plena madurez.
         Y aun si la única forma de tradición, de transmisión, consistiera en seguir los caminos de la generación inmediata anterior a la nuestra con una ciega o tímida adhesión a sus logros, la “tradición” debería sin duda desalentarse. Hemos constatado cómo las corrientes simplistas se han perdido entre las arenas; y cómo la novedad supera a la repetición. La tradición encarna una cuestión de significado mucho más amplio. No puede heredarse, y quien la quiera, habrá de obtenerla con un gran esfuerzo. Implica, en primer lugar, un sentido histórico que se puede considerar casi indispensable para cualquiera que siga siendo poeta después de los veinticinco años. Dicho sentido histórico conlleva una percepción no sólo de lo pasado del pasado, sino de su presencia; asimismo, empuja a un hombre a escribir no meramente con su propia generación en la médula de los huesos, sino con el sentimiento de que toda la literatura europea desde Homero, y dentro de ella el total de la literatura de su propio país, tiene una existencia simultánea y compone un orden simultáneo. Este sentido histórico, sentido de lo atemporal y de lo temporal, así como de lo atemporal y lo temporal reunidos, es lo que hace tradicional a un escritor. Y es, también, lo que hace a un escritor más agudamente consciente de su lugar en el tiempo, de su propia contemporaneidad.
Ningún poeta, ningún artista, posee la totalidad de su propio significado. Su significado, su apreciación, es la apreciación de su relación con los poetas y artistas muertos. No se le puede valorar por sí solo; se le debe ubicar, con fines de contraste y comparación, entre los muertos. Es decir, es éste un principio de crítica no meramente histórico, sino estético. La necesidad de conformarse, de hacerse coherente, no es unilateral; lo que ocurre cuando se crea una nueva obra de arte, le ocurre simultáneamente a todas las obras de arte que la precedieron. Los monumentos existentes conforman un orden ideal entre sí, que se modifica por la introducción de la nueva obra de arte (verdaderamente nueva) entre ellos. El orden existente está completo antes de la llegada de la obra nueva; para que el orden persista después de que la novedad sobreviene, el todo del orden existente debe alterarse, aunque sea levemente. De esta manera se van reajustando las relaciones, las proporciones, los valores de cada obra de arte respecto del todo: he aquí la conformidad entre lo viejo y lo nuevo. Quienquiera que haya aprobado esta idea de orden, de la forma de la literatura europea o inglesa, no encontrará descabellado que el pasado deba verse alterado por el presente, tanto como el presente deba dejarse guiar por el pasado. Y el poeta consciente de esto, estará también consciente de las grandes dificultades y responsabilidades inherentes al caso.  
Desde un cierto ángulo, también estará consciente de que inevitablemente se le deberá juzgar de acuerdo con los estándares del pasado. Digo que según éstos se le juzgará, no se le mutilará; no se le juzgará tan bueno como los muertos, o mejor o peor que ellos; y desde luego, no se le juzgará de acuerdo con cánones de crítica en desuso. Se emitirá un juicio, una comparación, en los cuales dos cosas se midan una a la otra. Adecuarse solamente sería para la nueva obra no adecuarse del todo; al no ser nueva, una obra de arte no sería tal. Y nótese que no consideramos que lo nuevo sea más valioso porque logre adecuarse; pero su adecuación es una prueba de su valor, una prueba, claro está, que sólo se puede aplicar lenta y cautelosamente, pues ninguno de nosotros es juez infalible de la conformidad. Decimos: parece adecuarse, y es quizá individual, o parece individual, y acaso se adecue; pero difícilmente hallaremos que es una y no la otra.
Procedamos a una exposición más inteligible de la relación entre el pasado y el poeta: éste no puede tomar el pasado como un bulto, una masa indiscriminada; tampoco puede formarse totalmente basándose en uno o dos seres que personalmente admira, o en un periodo concreto de su preferencia. Lo primero resulta inadmisible; lo segundo es una experiencia importante de la juventud, y lo tercero es una compensación placentera y bastante deseable. El poeta debe estar muy consciente de la corriente principal, que no fluye, única e invariablemente, a través de las más distinguidas reputaciones. Debe tener plena conciencia del hecho obvio de que el arte nunca mejora, pero que la materia del arte no es exactamente la misma en todos los casos. Debe darse cuenta de que la mente de Europa —la mente de su propio país—, una mente que con el tiempo él aprenderá a valorar como algo mucho más importante que la suya propia, es una mente cambiante, y que, este cambio es un desarrollo que no abandona nada en route, que no considera anticuados a Shakespeare, a Homero, o al dibujo sobre piedra de los peones de Magdalen. Que este desarrollo, acaso este refinamiento —ciertamente, esta complicación—, no significa, desde el punto de vista del artista, ningún mejoramiento. Quizá ni siquiera un mejoramiento desde el punto de vista del psicólogo, o al menos no al grado que lo imaginamos; tal vez, a fin de cuentas, sólo se base en una complicación en cuanto a economía y maquinaria. Pero la diferencia entre el presente y el pasado es que el presente consciente es la conciencia del pasado de una manera y a un grado tal en que la conciencia personal del pasado no puede mostrarse.
Alguien ha dicho: “Los escritores muertos nos parecen remotos porque nuestro conocimiento es mucho mayor que el suyo”. Precisamente. Y son ellos lo que conocemos.
Me llama la atención una objeción muy común a aquello que claramente constituye una parte de mi programa para el métier de la poesía. La objeción consiste en que la doctrina requiere de una ridícula cantidad de erudición (pedantería), exigencia que puede rechazarse por apelación a las vidas de los poetas en cualquier pantheon. Incluso se afirmará que demasiado aprendizaje mata o pervierte la sensibilidad poética. Si bien seguimos creyendo que un poeta debe saber lo suficiente, siempre y cuando no afecte su necesaria receptividad y su necesaria pereza, no resulta deseable confinar al conocimiento a todo aquello que pueda caber en una fórmula útil para los exámenes, los salones, o incluso, para los pretenciosos alcances de la publicidad. Habrá quien pueda absorber el conocimiento, y habrá lentos que deban adquirirlo con el sudor de su frente. Shakespeare extrajo más historia esencial de Plutarco, que la mayoría de los hombres podría absorber de la totalidad del Museo Británico. Hay que insistir, por tanto, en que el poeta desarrolle o procure la conciencia del pasado, y luego continúe desarrollándola a lo largo de su carrera.
Su vida será un continuo renunciar a lo que él es en el momento, en pro de algo mucho más valioso. El progreso de un artista constituye un ininterrumpido sacrificio personal, una constante extinción de la personalidad.
Queda por definir este proceso de despersonalización y su relación con el sentido de la tradición. En esta despersonalización puede decirse que el arte alcanza la condición de ciencia. Así pues, los invito a considerar, como una analogía sugerente, la acción que tiene lugar cuando un finísimo fragmento de platino se introduce en una cámara que contiene oxígeno y sulfuro bióxido.

II
            La crítica honrada y la apreciación sensible, se dirigen siempre a la producción poética, no al poeta. Si escuchamos el confuso vocerío de los críticos de periódicos y los susurros de las repeticiones populares consiguientes, oiremos mencionar los nombres de los poetas en gran número; si buscamos no un mero conocimiento libresco, sino el goce de la poesía, y pedimos un poema rara vez lo encontraremos. He tratado de destacar la importancia de la relación entre un poema y los demás a través de otros autores, y he sugerido la concepción de que la poesía sea un todo vivo, que incluya la poética que ha sido escrita en todos los tiempos. El otro aspecto de esta teoría impersonal de la poesía es la relación del poema con su autor.
Y yo insinué, por un una analogía, que la mente del poeta maduro difiere de la del inmaduro, no precisamente en cualquier valoración de su «personalidad», no siendo necesario que sea más interesante, o que tenga «más que decir», sino más bien que sea un instrumento más finamente acabado, en el cual sentimientos especiales o muy variados, tengan libertad para entrar en nuevas combinaciones.
            La analogía era de tipo catalítico. Cuando los dos gases previamente mencionados, se mezclan en presencia de un filamento de platino, forman sulfuro ácido. Esta combinación sólo puede realizarse si el platino está presente; sin embargo, el nuevo ácido formado no contiene absolutamente nada de platino, y el platino no ha sido, en apariencia, afectado; ha quedado inerte, neutral, invariable. La mente del poeta es la hebra del platino. Puede operar parcial o exclusivamente sobre la experiencia del hombre mismo; pero, mientras más perfecto sea el artista, tanto más completamente separados en él, estarán, el hombre que sufre y la mente que crea; y con más perfección digerirá la mente y transformará las pasiones, que son sus materiales.
           Inferno (Brunetto Latini) es la obra de la emoción que en la situación se evidencia; pero el efecto, aunque único, como en cualquiera obra de arte, se obtiene por una considerable complejidad de detalles. El último cuarteto presenta una imagen, un sentimiento unido a una imagen, que «llegó», y no fue un simple resultado de lo anterior, sino que permaneció quizá suspenso en la mente del poeta, hasta que surgió la combinación oportuna y propicia a su incorporación. La mente del poeta es, en el hecho, un receptáculo para reunir y acopiar innumerables sentimientos, frases, imágenes que permanecen allí, hasta que logran combinarse todas las partículas indispensables para constituir una nueva aleación.
En la experiencia, percibiremos que los elementos que entran a la presencia de los catalizadores que efectuarán la transformación, son de dos clases: emociones y sentimientos. El efecto de la obra de arte sobre la persona que la goza es una experiencia diferente en su cualidad de cualquiera otra experiencia no artística. Podrá estar formada por una emoción o podrá ser una combinación de varias; y distintos sentimientos, inseparables para el escritor en palabras, frases o imágenes determinadas, pueden agregarse para obtener el resultado final. O podrá confeccionarse una poesía de alto vuelo, sin el empleo directo de emoción alguna: compuesta solamente a base de sentimientos. El Canto XV del 
     Si se comparan varios de los mejores pasajes de la poesía, se verá cuán grande es la variedad de tipos de combinaciones, y también cómo cualquier criterio semi-ético de «sublimidad» yerra completamente la nota. Porque los componentes no son la «grandeza», la intensidad de las emociones, sino la intensidad del proceso artístico, la urgencia, por decirlo así, bajo la cual se realiza la fusión y cuenta efectivamente en el resultado. El episodio de Paolo y Francesca emplea una emoción definida, pero la intensidad de la poesía es algo enteramente distinto de cualquiera impresión de intensidad que se produzca dentro de la supuesta experiencia. Además, no es más intenso que el Canto XXVI, el viaje de Ulises, el cual no depende directamente de ninguna emoción. Es posible obtener una gran variedad en el proceso de la transmutación de emociones: el asesinato de Agamenón o la agonía de Otelo, produce un efecto artístico aparentemente más aproximado a un posible original que las escenas del Dante. En el Agamenón, la emoción artística se aproxima a la emoción de un espectador real; en Otelo se aproxima a la emoción del mismo protagonista. Pero la diferencia entre arte y el acontecimiento es siempre absoluta: la combinación que hay en el asesinato de Agamenón es probablemente tan compleja como la del viaje de Ulises. En ambos casos ha existido una fusión de elementos. La oda de Keats contiene una cantidad de sentimientos que nada tienen en especial que hacer con el ruiseñor, pero que el ruiseñor, en parte quizá por su nombre atrayente y en parte por su reputación, obliga a asociar.
            El punto de vista que estoy procurando atacar está quizá relacionado con la teoría metafísica de la unidad substancial del alma; pues mi concepción es que el poeta tiene no una «personalidad» que expresar, sino un medio particular, que es sólo medio y no personalidad, en el cual las impresiones y las experiencias que pueden ser importantes para el hombre, pueden no tener injerencia alguna con la poesía, y lo que llega a tener importancia dentro de la poesía, puede pasar inadvertido en el hombre, en la personalidad.
         Citaré un pasaje que es lo suficientemente desconocido, como para ser considerado con atención fresca a la luz —u obscuridad— de estas observaciones:

And now methinks I could e’en chide myself
For doating on her beauty, though her death
Shall be revenged after no common action.
Does the silkworm expend her yellow labours
For thee? For thee she does undo herself?
Are lordships sold to maintain ladyships?
For the poor benefit of a bewildering minute?
Why does yon fellow falsify highways,
And put his life between the judges lips,
To refine such a thing-keeps horse and men
To beat their valours for her?

[Y ahora pienso que hasta podría reprenderme
Por perder el juicio a causa de su hermosura, aunque su muerte
Será vengada tras acciones no comunes.
¿Acaso teje el gusano su amarilla seda
Para ti? ¿Acaso se despoja de lo suyo para ti?
¿Por ventura véndense los señoríos en obsequio de las damas
Por el mísero beneficio de un minuto aturdidor?
¿Por qué adultera aquel sujeto los caminos,
y arriesga su vida a los labios del magistrado,
Para llenar su objeto en mejor forma-mantiene caballo y hombres
para quebrantar el valor de ellos en su honor?]

En este pasaje (como es evidente si se toma en su contexto) hay una combinación de emociones positivas y negativas: una intensa y fuerte atracción hacia la belleza y una idénticamente intensa fascinación por la fealdad, que es contrastada con la primera y la destruye. Este balance de emociones en contraste, yace en la dramática situación a la cual este pasaje es pertinente, pero esa situación sola es inadecuada a ella. Esta es, por decirlo así, la emoción estructurada proporcionada por el drama. Pero el efecto total, el tono dominante, se debe al hecho de que una cantidad de sentimientos flotantes, teniendo una afinidad de ningún modo superficialmente evidente, se han combinado con ella para darnos una nueva emoción artística.
       No son sus emociones personales, las emociones provocadas por incidentes particulares de su vida, lo que hace en modo alguno que el poeta sea interesante o notable. Sus emociones particulares pueden ser simples, crudas o desabridas.
       La emoción de su poesía será algo muy complejo, pero no con la complejidad de emociones propias de la gente que experimente emociones muy complejas o inusitadas de la vida. Un error, en verdad, un error de excentricidad en poesía consiste en buscar nuevas emociones humanas que expresar; y en esta búsqueda de innovaciones en lugares inadecuados, lo que hace es descubrir lo contrario.
La misión del poeta no es descubrir nuevas emociones, sino usar las emociones ordinarias y elaborarlas poéticamente de manera que expresen sentimientos que no están en ninguna de las emociones reales. Y las emociones que él jamás ha experimentado, le servirán a su turno tan bien como las que le son familiares.
Por consiguiente, tenemos que admitir que la «emoción recolectada en tranquilidad» es una fórmula inexacta. Pues no es emoción ni recolección ni, sin torcer el sentido, tranquilidad. Es una concentración, algo nuevo que resulta de la acumulación de una gran cantidad de experiencias, las que para una persona práctica y activa, no parecerían en modo alguno experiencias, es una concentración que no se realiza conscientemente o como producto de una deliberación. Estas experiencias no son «recolectadas», y se unen finalmente en una atmósfera que es «tranquila» sólo en cuanto es una atención pasiva del acontecimiento. Por supuesto que la historia no termina aquí. Hay una gran proporción, en la elaboración de la poesía, que debe ser consciente y deliberada. En suma, el mal poeta es generalmente inconsciente allí donde debe ser consciente, y consciente donde debiera ser inconsciente. Ambos errores lo llevan a hacerse «personal». La poesía no consiste en dar rienda suelta a las emociones; no es la expresión de la personalidad sino una liberación de la personalidad. Pero, por cierto, sólo aquellos que tienen personalidad y emociones, saben lo que significa querer liberarse de estas cosas.

III
Este ensayo se propone detenerse en las fronteras de la metafísica o del misticismo y limitarse a extraer conclusiones tan prácticas que puedan ser aplicadas por las personas responsables e interesadas en la poética. Trasladar el interés desde el poeta a la producción poética, es un objeto muy laudable: pues nos llevaría a una estimativa más justa de la verdadera poesía, de la buena y de la mala. Hay muchas gentes que aprecian la expresión sincera de la emoción en vano, y hay u grupo más pequeño de personas en condición de apreciar la excelencia técnica. Pero muy pocos saben cuando hay una expresión de emoción significativa, una emoción que deriva su vida del poema y no de la historia del poeta. La emoción del arte es impersonal. Y el poeta no puede alcanzar esta impersonalidad, sin darse por entero a la tarea que realiza. Y difícilmente sabrá él lo que debe hacerse, a menos que viva en lo que no sea un mero presente, sin el momento actual del pasado, salvo que tome conciencia, no de lo que está muerto, sino de lo que ya tiene vida. 




viernes, 5 de julio de 2013

Martín Cerda y la búsqueda del perdido tiempo presente

Tal vez en un gesto premonitorio que adivinaba su pronta desaparición y acorde con ese anhelo tan suyo de entender la escritura en tanto escritura oracular,  Martín Cerda publicaba en la revista Mapocho meses antes de su muerte, en 1991, un ensayo titulado Introducción al ensayo. En él, nuestro autor volvía nuevamente a intentar la clarificación del sentido o razón de ser de la escritura ensayística tal como lo había efectuado de modo mucho más extenso y moroso en su magistral libro de 1982 La Palabra Quebrada, pero esta vez, haciendo hincapié en un tema que en aquel libro había sido expuesto en sordina y que el ensayo de 1991, aún en su brevedad, mostraba perentorio: la necesidad de entender la actitud, el modo, el gesto del ensayista respecto de su propia escritura como una pregunta que indaga o explora la búsqueda de un tiempo presente. Bajo el alero de premisas desmenuzadas con prolijidad desde diversos textos de José Ortega y Gasset, Maurice Blanchot y Lucien Febvre, entre otros, Cerda se da a la tarea de plasmar una reflexión que descansa no tanto o exclusivamente en las referencias que convoca, sino en la indagación de preguntarse a sí mismo en torno a la pertenencia de un tiempo propio, de un presente que pueda entender como suyo.
Bajo aquella idea orientadora y efectuando una mirada retrospectiva, Cerda en el ensayo en cuestión, evoca “esas obras que he ensayado leer, comprender y explicar durante un largo trabajo de escritorio”, evocación que le permite vislumbrar la tensión existente entre su “papelería” – es decir, su escritura de ensayista dispersa en diversos medios, soportes y lugares-  que es motivo de la pesquisa a la que hace alusión y el tiempo histórico que le ha tocado vivir, propiciando en aquel ejercicio un esfuerzo por interrogar y aún, entender a ese mismo tiempo.
“Preguntar es buscar, y buscar es buscar radicalmente, ir al fondo, sondear, trabajar el fondo y, en última instancia, arrancar. Ese arrancamiento que contiene la raíz es la labor de la pregunta”. Es con esta cita de Blanchot que Cerda enmarca su indagación en torno a la naturaleza del preguntar como primer estadio de la reflexión que ha de venir, pues, ciertamente en la radicalidad de la pregunta, nuestro autor advierte lo primordial de la labor del ensayista: el hecho de que ésta no se define por la posesión de tal  o cual verdad, sino más bien por su permanente búsqueda.
Para Cerda, preguntar es buscar esa verdad que no se tiene, pero que precisamos siempre para saber a qué atenernos. Para entender cada “cosa” que nos ocurre y, a la vez, para entender al mundo en que ocurre cada “cosa” que nos ocurre. Y buena parte de esas cosas, en un guiño oblicuo a su amado Lukacs de El alma y las formas, son aquellas objetividades que llamamos obras y que aluden tanto a las manifestaciones del mundo del arte, pero también a las del pensamiento y aún del científico, manifestaciones que embelesan al ensayista al escogerlas, retenerlas, admirarlas e interrogarlas. De aquella manera, la naturaleza del preguntar se despliega como un abanico amplio de posibilidades, como un fecundo y generoso jardín de senderos que se bifurcan.
Va a ser así que en el recurso decisivo del preguntar, anide la preocupación permanente por “nuestro tiempo”, preocupación que Cerda se permite explicitar no tanto por una manía subjetiva o biográfica, sino porque ve en aquello un rasgo esencial del tiempo mismo: un acto autorreflexivo de pensar lo que acontece desde la interioridad del acontecimiento. Por ello y siguiendo a Ortega, para nuestro autor se hace evidente que este tipo de reflexión se ha vuelto posible en la medida que se ha efectuado un radical cambio en el modo de comprender la estructura de la verdad histórica y, por ende, del ser humano que la vive y padece, mostrándose en la necesidad de entenderla en su fondo abisal y seductor para así, volverla una y otra vez motivo de su interrogatorio. Este cambio implica un desplazamiento respecto a la percepción que nos hacemos de nosotros mismos en tanto sujetos que “acontecemos” en la llamada Edad Moderna y que resulta, de buenas a primeras, una especie de posesionamiento muy característico de aquella “aguda conciencia” que nos hacemos de nosotros y que conduce, indefectiblemente, a la vertiginosa certificación que indica que una de las pocas razones de ser que poseemos en tanto seres humanos, si no acaso la única, es el continuo cambio, la incesante transformación y que eso, de todos modos, es el sello peculiar del acontecer, su raíz misma y aún, su justificación.
Para Cerda, no se trata entonces que el hombre transcurra en un mundo en constante cambio, sino además que con cada cambio del mundo, es a la vez, el hombre el que cambia radicalmente, se vuelve otro, pues cambia de vida o más exactamente, de argumento biográfico.
En este entendido que se abre hondo y desafiante, aceptar nuestro tiempo para nuestro autor, no significa, sin embargo, plegarse dócilmente a todo lo que éste nos ofrece a cada instante, como ocurre con aquello que se rige por la moda, sino interrogarlo, tomar conciencia de sus desequilibrios o contradicciones y, finalmente, asumir las tareas que, de un modo u otro, nos imponen nuevos problemas que irrumpen en él. Ni la doliente memoria del pasado (nostalgia), ni el ensueño de un futuro sin conflictos (utopía) pueden, en rigor, liberar del ahora en que se aloja el pasado y, a la vez, se instala y anuncia el porvenir.
Será la aceptación y comprensión del ahora, el que marcará según Cerda, la realización reflexiva del preguntar, pues todo preguntar por el ahora, implica constatar una crisis en el movimiento y momento mismo de la pregunta. Así, para Cerda, todo ahora es un tiempo promiscuo, en el que una parte de la realidad está siempre modificándose, alterando o, simplemente, irrealizándose, mientras que, a la vez, su horizonte comienza a poblarse de señales equívocas que es preciso descifrar. Cada ahora se articula de este modo, en ese presente que el hombre reconoce al tiempo de su vida, cada vez que recuerda lo vivido, describe lo que vive y proyecta lo que espera llegar a vivir. Cada “asunto” recordado, descrito o proyectado es, en principio, fechable. Y aquí, recurriendo a una cita de Heidegger, Cerda profundiza sobre esta última aseveración: “La estructura de la fechabilidad de los “ahoras”, “luegos” y “entonces” es la prueba de que ellos, nacidos del tronco mismo de la temporalidad, son, ellos mismos tiempo. El expresar, interpretando, los “ahoras”, “luego” y “entonces” es la más original indicación del tiempo”. Por eso, bajo esta apoyatura conceptual, para Cerda, fechar el tiempo es señalizarlo históricamente. Esa señalización demarca el horizonte de las expectativas de sentido con que la vida dibuja su propia manera de entender su ilusión. Y a la vez, ese horizonte, asumido como presente, es el que para Cerda se vuelve relevante en su taxativa necesidad de exploración y justificación.

Hacia el final de este ensayo del que malamente he efectuado una paráfrasis, nuestro autor señala en un apartado que titula de modo significativo “Fenomenología de la vida al día”, lo que no habría que entender respecto de esa comprensión del presente. Pues éste no tiene nada que ver con el vivir al día, pues aquello es lo que le ocurre al hombre que se queda sin pasado, despreciando o esquivando las incertidumbres que hoy le adelanta el futuro. Ese tipo de hombre, Cerda lo caracteriza como el “apresurado”, es decir, el ser humano que vive de prisa cada instante y al que siempre le falta tiempo para ver, oír y saborear cada hoja del calendario o de su agenda. Este tipo de ser humano adhiere sin reservas a lo que dice el diario, lee con aparente entusiasmo el libro más vendido y suscribe la consigna del momento. Vive según ésta o aquella moda, desplazándose con liviandad de un lugar a otro, sin percatarse desde dónde viene ni hacia dónde va. Este tipo de existencia al día, no es según nuestro autor, un suceso individual, sino colectivo que ha devenido un episodio canonizado de la vida social.  Según esto, el “apresurado” no se dispone hacia la comprensión de lo que ocurre en su tiempo, sino más bien se enciende o preocupa en pasatiempos. En este sentido, no deja de ser casual según nuestro autor, que hoy se enfatice en todas partes la así llamada vida cotidiana, subrayando la importancia que tienen para el hombre de nuestro tiempo esas radicales urgencias que son el comer, el vestirse, el trabajar y el distraerse. En sí mismo, este hecho no merecería reparo alguno, pero observado y meditado más detenidamente, conlleva una brutal reducción de lo humano a esas urgencias que eliminan toda posibilidad de instancias míticas, religiosas, éticas, políticas e imaginarias y que le han permitido al hombre autocomprenderse en su propia proyección hacia un aquende de sí mismo. La cotidianidad es de aquel modo, lo que resta de la vida social cuando se le ha sustraído el poder vivificante de lo mítico, la fe en algún Dios y la ética que orienta el comportamiento humano hacia un mundo de valor, en el decir de Scheler. Para Cerda la cotidianidad así dispuesta es la vida en común que ha sido despojada de una efectiva comunidad de principios, valores y metas. Así, citando nuevamente a Blanchot, nuestro ensayista señala que la vida cotidiana es hoy una vida residual con que se llenan nuestros tachos y nuestros cementerios: desechos y detritus. Así se tiene que la realidad es constantemente diferida por la apariencia que le impone un imaginario tributario del mercado o de la planificación burocrática.
Un ensayo como éste, creo que puede ser útil para efectuar, en perspectiva, el abordaje de ese problema capital, entre muchos otros por supuesto, que atraviesa buena parte de la escritura ensayística de Cerda: la relación conflictiva y estimulante que esa escritura posee con la búsqueda de un presente que signe de modo primordial sus logros de obra. Desde ahí, me parece que este ensayo, uno de los últimos que publicó en vida y que probablemente escribió, puede ser visto como una reveladora síntesis de varios puntos fundamentales del quehacer intelectual del ensayismo de nuestro autor. Por supuesto que esta apreciación no agota ni con mucho la densa riqueza de ese mismo ensayismo, a lo más circunscribe de modo especial un puñado de temas que le son pertinentes y que se transforman en recurrentes apariciones de una sensibilidad cavilosa. De aquella manera, en un ejercicio que desea plasmar las condiciones indagatorias del ensayismo, condiciones que lo posibilitan como aprehensión de un tiempo primordial que debiera asumir como propio de su naturaleza pensante, es que este texto deja abierta varias posibilidades, varias preguntas que, sin duda, no pretendo agotar acá, ni mucho menos clarificar de modo exclusivo.
Porque, después de todo esto, ¿cómo esta escritura posibilita volver legible a ese presente en su emergencia irruptiva, si acaso algo así es viable, sin que esa misma irrupción disuelva el enunciado que se esfuerza en articular como un llamado de necesidad imperiosa y, a veces, hasta casi desesperada?
Que Cerda como escritor que hizo del ensayo la forma de escritura predilecta para intentar indagar respuestas a esa pregunta siempre difícil y sin renunciar a la posibilidad de la expresión y sin rendirse, además, a la opacidad de la filosofía con la necesaria lucidez para intentar la quimera de plasmar los trazos de un pensamiento sobre la literatura que, a la vez, formaran parte de una literatura sobre el pensamiento -como agudamente indica en las notas prologales a su segundo libro Escritorio de 1987-, evidencian una reflexión permanente ante el problema capital que implica la nunca resuelta y conflictiva relación entre el presente y la escritura, entre el presente y el ensayo: la peculiaridad de ser en América Latina un género plenamente moderno.