sábado, 21 de diciembre de 2013

Después de leer Prosas de Jorge Teillier

“¿Quién no ha soñado el milagro de una prosa poética, musical, sin ritmo y sin rima, tan flexible y contrastada que pudiera adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las  ondulaciones de la ensoñación y a los sobresaltos de la  conciencia?” Estas palabras, insertadas en el prefacio al Spleen de París de Charles Baudelaire refieren la asunción consciente de un género de escritura complejo y sugestivamente ambivalente como lo es el poema en prosa y aquí, tal vez no sea tan equívocas para establecer un marco de referencia desde el cual podríamos aproximarnos a las Prosas de Jorge Teillier, título que engloba en su generalidad, una serie de textos variados poseedores de una evocación sugestiva que se vuelve piedra de toque al momento de intentar pensar la escritura del poeta de la Frontera. Esa prosa, constituida por prólogos, reseñas, ensayos, notas, fragmentos y observaciones varias, es una que pareciera cumplir con la promesa que Baudelaire deja entrever en su prefacio, promesa que obedece más a un temple rastreable en la escritura como forma asumida en su amplitud, que una mera constatación de un estado anímico.
Compiladas por Ana Traverso y editadas en 1999 por Editorial Sudamericana, las Prosas de Jorge Teillier hacen aparecer en un ritmo dinámico y sugerente, una serie de referencias de diversa índole: poetas y escritores chilenos cuasi olvidados o relegados al limbo del mundo editorial como Romeo Murga o Alberto Rojas Jiménez, Teófilo Cid o Jaime Lasso; observaciones acerca de la novela chilena contemporánea, comentando a Cristián Huneeus o Ariel Dorfmann; semblanzas, opiniones y reseñas sobre poetas y escritores extranjeros como Pierre Reverdy, Allen Ginsberg, Ilya Ehrenburg, Francis Jammes, Juan Carlos Onetti y Alejo Carpentier; observaciones sutiles y evocadoras sobre libros que son significativos para el imaginario teilleriano: El gran Meaulnes, Alicia en el país de las maravillas, Tiempos difíciles o Los papeles póstumos del club Pickwick, Retrato del artista cachorro entre varios otros; recorridos no sólo anecdóticos en torno a distintas mesas y barras de bares de diversa calidad y prestigio, cines de barrio o de pueblos perdidos o estaciones de ferrocarril asentadas en lugares inverosímiles; registro de travesías imaginarias por páginas de folletines, enciclopedias infantiles, fotografías de amigos, parientes o simples desconocidos; admiración y homenajes a Carlos Gardel, Charles Chaplin, Dick Turpin, Sherlock Holmes, La Pequeña Lulú, Rubén Darío o Mark Twain, Eduardo Molina Ventura o Bram Stoker, Walt Disney, el Teniente Bello o Billie Holliday.
En verdad, Teillier hace aparecer en un aparente desorden y de modo fragmentario y bellamente arbitrario, una extensa galería de vivos y muertos, de cosas y hombres, de seres y enseres, de lugares y espacios, de libros y anécdotas, de películas y actores, de familiares y amigos en el laberinto de la memoria.
Lo que se nos muestra es la versatilidad de una escritura que se desplaza, a semejanza de una deriva situacionista, en medio del naufragio que implica, en nuestra época, la cultura letrada: una deriva que nos hace ver con otros ojos a esa misma cultura, una mirada que nos la hace más palpable, variable y perfectamente compatible con los productos, en apariencia perecibles, de una cultura de masas que ha marcado la experiencia de la niñez y de la adolescencia. De alguna forma, la prosa de Teillier emerge como una escritura que constata un universo en extinción que es abarcado en un poderoso caleidoscopio que reverbera con lo nimio, el detalle, el fragmento. Hay acá, un modo de leer las coordenadas de la cultura popular sin fanatismo alguno ni incompatibilidad con los grandes discursos. De modo generoso, la prosa de Teillier se imbrica sin dificultad entre un tema y otro, saltando desde el detalle de una canción de los Beatles a una anécdota sobre Eduardo Molina Ventura. Esta forma de leer –de escribir- es sugestiva y ayuda a calibrar de mejor modo el mito que el propio poeta ayudó a elaborar acerca de su propia marginalidad de pretendido cariz rural o enfermiza nostalgia. Por el contrario, vemos en la prosa de Teillier a un ciudadano de a pie, pero en la ciudad –al menos en sus arrabales-, en el espacio donde los productos de cultura han configurado la experiencia y no en el destello adánico del espacio imaginario. Esa prosa ciertamente explota con un estilo consumado, no sólo y menos exclusivamente el ropaje lárico de la añoranza o la tristeza alcohólica. Es mucho más que eso: un devenir que sólo un paseante ensimismado por la euforia de la admiración, puede plasmar sin miedo y sin preocuparse por el futuro y su construcción de obligatoriedad cívica.
Tal vez por ello, en sus dos magistrales ensayos de reflexión “Los poetas de los lares” y “Sobre el mundo donde verdaderamente habito o la experiencia poética”, lo primordial no es tanto el plantear una poética en un sentido a lo Valéry o Eliot, es decir como justificación lógica y autoconsciente de los recursos expresivos en el cuerpo de la obra, sino más bien, se trata de explicar ante sí mismo la necesidad de evocar y convocar seres y enseres diversos para justificar su propio existir. En ese sentido, el verdadero catálogo de nombres, cosas, libros y personajes que es posible recorrer en la prosa de Teillier, obedece quizá a una manera de ver plasmada la concreción de un instante arrancado al desiderátum histórico, un gesto de conservación transmutada en su iluminación, propia del instante que subvierte de modo crítico aquella dejadez mecánica de una idea o noción de progreso. Pero en este caso, ¿es posible referirse a un catálogo? El gesto clasificatorio que se expone en la evocación de ese término parece pertinente, pero tal vez es equívoco. Me atrevo a pensar que tal como ocurre en los románticos –la alusión a Novalis no es descaminada y que, creo, Teillier no habría desdeñado en absoluto- nuestro temple epocal mira con recelo o distancia la organización racional del saber en una concatenación de sentidos posibles: de ahí que la enciclopedia como texto que brinda un orden al saber universal en su organización alfabética, es la mejor muestra de ese espíritu ilustrado que desde el siglo XVIII rige nuestras ideas o concepciones acerca de lo que debería ser la estructuración del conocimiento.
Ante este modelo positivista de enciclopedia, Novalis y los románticos oponen esencialmente una idea divergente para comprender a ese mismo concepto que es ni más ni menos, el anhelo de subvertir el orden de la sucesión racional –la racionalidad alfabética de los conceptos- por una idea que se dirige hacia una concepción combinatoria del saber que no es sinónimo de caos o desorden irracional. Por eso los románticos postulan la unidad fundamental del universo y de la conciencia, la búsqueda de la unidad perdida que sólo la interioridad poética puede recuperar. En este sentido, la ambición enciclopédica encarna en la asunción fragmentaria de la totalidad, asunción que tiene como objetivo contribuir al reconocimiento de las profundas analogías que conectan las diversas ciencias, saberes y experiencias. El objetivo último sería acaso la defensa, pero también la exploración de la posibilidad de fusionar discursos, ya sean sacros o profanos, sublimes o populares, científicos o poéticos. Desde el punto de vista formal, la adopción de un estilo fragmentario posee el carácter de una decisión, una elección consciente que pretende traducir la incompletitud y la naturaleza no jerárquica del conocimiento. 
Volviendo a Teillier, no es de extrañar que ese gesto descrito por Novalis y los románticos, se adivine como una estrategia de lectura -y escritura por supuesto- en la evocación consciente de un modo que, me parece, toma como primordial punto de referencia textos enciclopédicos destinados al mundo infantil tales como El Tesoro de la Juventud, el Pequeño Larousse Ilustrado y hasta ciertos magazines fundamentales en la educación sentimental del imaginario teilleriano como fueron las revistas Ecran y El Peneca. En ese tipo de texto se vislumbra algo altamente sugerente: una especie de laberinto de imágenes, lugares, personajes y alusiones a otros textos que se abren hacia otros más, plasmándose en aquel proceder un devaneo que no precisa de la constricción de la voluntad para elaborar imaginariamente sus referencias de significado, sino que se presentan en un actualismo que el ejercicio lector posibilita más allá de la mera acumulación de datos. El lector que deviene una especie de coleccionista que da saltos espasmódicos de texto en texto, que no sigue el orden lineal o prefigurado que otorga el índice, sino que se deja llevar por el impulso del instante para articular un red amplia y cartografiar esa diversidad en tanto sensibilidad dinámica y en absoluto con el ánimo de analizar las particularidades de sus componentes con un afán aclaratorio.

Es como si todos esos textos ofrecieran a Teillier un modelo para proceder en sus propias exploraciones, una pauta para organizar en la aparente arbitrariedad de la imaginación, un gesto enciclopédico que escapa a la administración racional y funcionalista de la información, logrando con todo ello, disponer una estrategia de apropiación de las entidades de lo real que asaltan la sensibilidad y que invocan la imaginación y el asombro. De este modo, las prosas de Teillier no remiten precisamente a una organización a manera de un catálogo de sus referentes, sino más bien puede advertirse una forma que se aproxima a los espacios de la memoria infantil y su peculiar modo de organización lúdica. Teillier, como todo buen poeta, sabe que en el juego de la memoria anida no sólo la fantasmagoría del recuerdo, sino también, una utópica posibilidad de redención: el rescate del detalle y de lo nimio, como un gesto que salva del indistinto y aplastante torrente del olvido, aquello único y específico que nos permite dar cuenta de lo otro, eso otro que la razón instrumental de nuestra mal traída modernidad ha arrasado y que Teillier, muy consciente del significado de su riesgo, sabe lo que implica como abolición de formas de vida, pero también como destrucción de sus usos imaginarios.       No creo que en la prosa de Teillier sea posible seguir una trama. Más aún, en esta prosa es posible advertir el gusto por el relato, un relato sin fin: como una Sherezade que nos invita a un viaje imaginario, en esta prosa no es posible desentrañar un finalismo. Es pura pasión de contar, pura pasión de relacionar, seducir y evocar. Estamos en las antípodas de la prosa de poetas como Lihn, Anguita o Huidobro. En cambio, me parece que acá el asunto es más difuso y amplio. Como un niño que admiraría una ecuación por la belleza de la interrelación de los números diagramados sobre el pizarrón más que por la verificación de verdad que sería posible hallar en su comprobación lógica, los rigores de la prosa de Teillier me parece que obedecen más a parámetros que tienen al azar y al establecimiento de relaciones aleatorias de sentido, que a una concatenación analítica de ese mismo sentido como su prioridad articulatoria.
Esas relaciones dibujan un mapa basado pura y simplemente en afinidades electivas, afinidades que Teillier congrega gracias a un ritmo que se funda en circunstancias e intuiciones, sin el temor a la contradicción y mucho menos con el ánimo de establecer un gesto rector. Un gesto más bien que es tutelado por el placer libre de las asociaciones. Tal vez por ello, Teillier sea uno de los más hedonistas lectores que nos ha dado la literatura chilena que transmuta sus obsesiones en escritura. Así en su prosa, advertimos que el canon no se establece por delimitaciones asumidas a priori o como comprobación teórica de un presupuesto reflexivo. Eso, porque en su despliegue, no desea comprobar nada: es un fluir constante de nombres, lugares, evocaciones, personajes, recuerdos y figuras de un imaginario devastado, pero siempre traído a presencia en la actualización luminosa que nos los rescata del olvido y por ende, de la muerte. Por eso, no es rastreable acá un afán de sistematicidad, al menos en el sentido que nos enseña la tradición de la crítica literaria o el ejercicio de  esas “formas simples”, como podría ser la crónica. Creo más bien que somos testigos de un modo de leer que se transmuta en una manera de escribir que hace de la circularidad e inacabamiento, su eje central de fidelidades. Esa ausencia de sistematicidad, hace pensar que Teillier lee fragmentariamente. Pero, ¿que significa eso? Pues que en ese acto donde lectura y escritura se dan de la mano de modo irremediable, se plasma una comprensión peculiar de un universo centrífugo: no es precisamente la aceptación de la dispersión de un eventual saber letrado, sino más bien la conciencia de la contradicción y el rechazo de lo real a dejarse aferrar.
Esa forma de leer implica que, más allá de poner ante nuestros ojos el trazo de una eventual poética lárica con la delimitación de sus fronteras imaginarias, lo que importa es que al interior de esas fronteras terminamos respirando un aire familiar, un mundo habitado por padres, tíos, primos o parientes lejanos y donde la alusión a Rilke, Trakl, Esenin u otro poeta de cabecera, es el acompañamiento singular de una serie de experiencias que hacen de ese mundo íntimo, su protagonista con sus fantasmas y ecos, sus anhelos y su distancia.
Una manera de entender así la lectura y por ende la escritura, implica vérnoslas con alguien que mientras lee, disfruta con placer. Pero sería errado, pienso, ver en aquello un mero solipsismo. No creo que eso sea así. Me parece más bien que en esa actitud que lo que se halla es una permanente búsqueda, no exenta de hondas cavilaciones y aún, de cierto desgarro: cómo es posible indagar en los libros –y aquí todo es libro: desde la melodía de Billie Holliday hasta un poema de Romeo Murga, pasando por la visión arrasada de Puerto Saavedra- la presencia de un imaginario utópico, una comunidad simbólica que puede ser o no nuestra nación, un universo que pueda ser parte de nosotros mismos. De alguna manera, en este gesto se vislumbran vínculos estrechos, alusivos y explícitos con la poesía de Teillier: ambos mundos se iluminan mutuamente, ambos estilos de escritura se relacionan en el abrevadero de un imaginario común. Ahí se encuentran los ritmos peculiares de una subjetividad que se debate entre la invisibilidad y la palabra, entre la memoria y la invención, entre el dato naif y los autores de un canon clásico de literatura. En esto se advierte algo pocas veces visto: que el adanismo de Teillier no es más que un mito o una muy mala lectura y que su erudición no es fingida: no se ve en la necesidad de ficcionalizar sus fuentes, pues éstas ya son ficción lisa y llana. De esta forma, el vínculo que puede establecerse entre la prosa y la poesía de Teillier es singular en su implicancia: una lectura lateral donde el autor desdramatiza a posteriori lo que esperamos de él: un corpus que puede ser leído transversalmente en la compilación que lo secuencia linealmente y ordena como una novela inconclusa de capítulos dispersos, un trabajo de escritura que avanza sin saber dónde, hacia un canon que no sabe que es tal y que se limita –en cada texto- a hacerse cargo de sus propias necesidades y urgencias.
Al final, la prosa de Teillier es como el paseante baudelaireano que recorre París: camina y fisgonea a través del campo cultural a una velocidad leve, sin apuro deteniéndose en nimiedades, apreciando detalles insulsos, celebrando escenas de rareza heroica, no teniendo miedo ante los monumentos culturales más prestigiosos, pero también siendo incapaz de desdeñar las imágenes devenidas iconos populares, sonriendo ante cualquier impostura que se asuma como taxativa o perentoria. Su sensibilidad nos descubre frágiles en el instante en que nuestra cultura letrada se ha visto vaciada de sí misma. Pero a su vez, esta prosa es generosa para invitar a esa misma cultura a compartir habitáculo en la fértil imaginación de lo efímero. Lo extraño -y terrible- es que Teillier hace eso sin dramatizarlo, sin el pathos de la desilusión, menos con la angustia del escepticismo que desea acreditarse como ética de la desesperación. Mientras su poesía es epifanía del desastre, la prosa de Teillier es lo contrario a cualquier arrebato sublime: una especie de articulación contemplativa.
Obsesionada con imágenes nimias (los western, la cartelera de cine, las conversaciones al azar, Carlos Gardel, los Beatles) esta prosa dibuja un presente que se devuelve al lector como una interrogación no resuelta. Son restos de un mundo que desaparece. Y si bien su lamento podría ser perfectamente el nuestro, cada palabra que concatena, cada personaje que evoca, cada libro que sueña, cada melodía que recrea, es una manera de enmendar el vacío de la historia, el horror de un universo perdido, pero también una forma de constatar que ésta es una “época en que vamos siendo más ‘samurais’ en el sentido de quedarnos más solos, con la soledad de tigres de la selva de cemento”.





sábado, 30 de noviembre de 2013

La casa donde habita la imaginación: presentación de la antología 20 del siglo XX: poetas chilenos contemporáneos de Gonzalo Contreras

En algún rincón de su voluminosa escritura, Borges señala el carácter único que en ocasiones bordea el azar, cuando se trata de especificar a ese género aleatorio llamado antología: “nadie puede compilar una antología que sea mucho más que un museo de sus simpatías y diferencias, pero el Tiempo acaba de editar antologías admirables. Lo que un hombre no puede hacer, las generaciones lo hacen”(1). Aquí, más que una ingeniosa boutade, puede hallarse no tanto una eventual renuncia a la certeza de logros exploratorios concienzudos (en el sentido de levantar un mapa de poemas significativos) en pos de la aventura que organiza la realidad (la de la poesía y los poemas al menos) bajo un manto protector rotulado de arbitrario, sino más bien, se puede encontrar una invitación al ideario que tiene como meta a la Literatura en vez de los autores; a la Poesía en vez de los poetas; a los poemas, en definitiva, como decidor y singular horizonte.
Por otro lado, en una atractiva consonancia contrapuntística a las opiniones del autor del Aleph, el gran ensayista mexicano Alfonso Reyes hacía llamar la atención acerca de la manera subsidiaria, pero no menos importante en que es posible comprender a este género tan problemático: “(...) como toda historia literaria presupone una antología inminente, de aquí se cae automáticamente en las colecciones de versos. Además de que toda antología es ya, de suyo, el resultado de un concepto sobre historia literaria (...){las antologías} dejan sentir y abarcar mejor el carácter general de una tradición (...)”(2). Se advierte que el autor de Ifigenia Cruel, moviliza su reflexión para encauzar y ordenar adecuadamente las presuntas rebeldías de género tan anfibio y para eso, la pone bajo el alero –tal vez hoy menospreciado, pero no menos importante de replantear y pensar- de una noción de  historia literaria que, en buenas cuentas, implica tener en mente una idea o concepto de tradición.
Por supuesto que no es necesario que tomemos partido por Borges o Reyes para evaluar la validez de este género que ha sido elevado y denostado en multitud de oportunidades como una de las formas legítimas de sentir el pulso poético e imaginativo de una época, cosa que vuelve evidente de aquel modo, su sociabilidad literaria. Bástenos apreciar que cualquier antología que propugne una irrupción en el desenvolvimiento del continuun literario (y por ende histórico) lleva en su propia configuración programática sus límites, aciertos y fracasos. Antologías han existido desde siempre, pero sería interesante pensar que, como cualquier producto de cultura, están sometidas y saturadas de lo que Nietzsche llamó las ventajas y desventajas que poseen para la vida (en este caso, para la Poesía).
Así, el libro que estamos presentando esta tarde, la antología 20 del XX: poetas chilenos contemporáneos llevada acabo por Gonzalo Contreras, me gustaría intentar pensarla desde las, en apariencia, extemporáneas opiniones de Borges y Reyes, opiniones de las cuales me interesan destacar dos cosas: el temple de las simpatías y diferencias con que se articula toda selección y la idea de tradición que se desprende de un eventual ordenamiento panorámico. Esto, porque me parece que es posible aventurar que en este escenario aún no clarificado como totalidad en que ha devenido la poesía chilena del siglo XX, su aprehensión se convierte para el lector atento en un espacio centrífugo que se articula ad libitum y que, ante su pluralidad discursiva, sería impropio de caracterizar como unívoco o de continuidad histórica bajo el alero de una noción finalista, sea ésta de cariz mesiánica o que pretenda promover una falsa y errónea idea de progreso. Creo sin temor a equivocarme que la poesía chilena del siglo XX, más que una tradición reconocible en una sucesión de nombres de prestigio –el mito del poeta único, mito cultivado desde Neruda a Zurita y que instala como norma la idea de excepción- o de vérsele como el reflejo inverosímil de tenor causalista del acaecer socio-histórico, fija o más bien conforma, según creo, una especie de antitradición pluralista nacida de configuraciones contrastantes que pone en entredicho aquellos dos ideas antedichas y que son aún, una vigorosa moneda de intercambio común en nuestras apresuradas disquisiciones de lectura.
Si la poesía chilena del siglo XX es acaso una casa donde habita la imaginación con sus maravillas y desastres, -y uso acá, de modo consciente una singular metáfora de un poeta coetáneo mío, Javier Bello- es entonces una casa de entradas distintas, opuestas, complementarias, de fuerte tensionalidad expresiva, estilística y de recursos retóricos disímiles y contradictorios. Ello no significa, por supuesto, negar una ordenación nacida desde la lectura del corpus poético existente, sino, todo lo contrario, se trataría de pensar con una nueva adecuación los conceptos operativos con los cuales el estudio de la literatura y la teoría literaria al uso en los recintos universitarios y en los medios de opinión (revistas, notas, prólogos y documentos análogos) lleva a cabo el análisis de un cuerpo en movimiento. Ese cuerpo en movimiento, es de una juventud  llamativa: la poesía escrita entre nosotros en los últimos cien años. Por lo demás, periodo tan breve no justifica por ejemplo, la aplicación de constructos generacionales de rigidez formal, ni tampoco el afán instaurativo de la originalidad como prejuicio romántico instalado como exclusión. Por eso, tal vez, una de las maneras que poseen los poetas (y por ende, cualquier lector crítico) para dar cuenta de los procesos valorativos y creativos implícitos en corpus tan vasto, sea el ejercicio de la lectura comparada, entendiendo a ésta como la posibilidad de rastrear filiaciones, no sólo estilísticas o de fuentes a la hora de confirmar su particularidad, sino también como oportunidad dialógica y genealógica que la productividad textual exige desde su propia raíz. Si ese ejercicio fuese efectivo, podría escribirse una historia de la poesía chilena no como desenvolvimiento de coherencia discursiva, ni como despliegue de acontecimientos cronológicos en sucesión progresiva (la poesía de Neruda no supera a la de Prado, ni la de éste supera a la de Magallanes Moure, ni todas ellas quedan rezagadas ante la antipoesía parriana, ni menos liquidadas ante el espacio imaginativo propuesto por Juan Luis Martínez).
Quizás sería dable escribir o imaginar una historia de la poesía chilena que ve en su pluralidad contrastante su propia utopía como manera (y por qué no decirlo: como destino) de configurar una muy peculiar filosofía de la historia que, probablemente, podría ser entendida como una versión profana de lo sagrado (como lo es el concepto de “iluminación” en Walter Benjamin). Entonces, si esa eventual historia de la poesía chilena asumida como antitradición, es la versión profana de lo sagrado, la poesía chilena sería la desmitificación que, usando una mascarada poético-mítica, dejaría en evidencia la violencia en la historia. La poesía hace recordar o, más bien, hace patente la violencia porque la retrotrae a lo que ella quisiera negar: lo sagrado. Entonces, ¿cómo concebir a la poesía escrita entre nosotros, sino como testimonio de esa conciencia mítica que muestra simbólicamente la pertenencia de la historia a lo sagrado a través de la violencia? Intentar siquiera atisbar un esbozo de respuesta a esta pregunta es algo que supera con creces esta oportunidad, pero también es un pretexto singular para decir algo que no nos deje en una estéril encrucijada. Me aventuro a pensar que como conjuro.
Así, toda lectura apropiativa es un conjuro, es decir, una actualización no imitativa, sino divergente del poema o cosmovisión poética precedente y futura. La angustia de las influencias según Bloom, pero sin la aprehensión del parricidio, sino como problematización productiva de un diálogo, un movimiento como el que Eliot hace ya casi cien años indicaba en aquel famoso ensayo Tradición y talento individual cuando se refería a ese desplazamiento tan necesario del orden existente que la inclusión de toda obra nueva propicia al aparecer en el horizonte del idioma para ajustar las coordenadas de comprensión que deberíamos poseer para otorgar un sentido a esa misma idea de tradición que, de todas formas, siempre hay que pensar de modo móvil, dispuesta para la paradoja y con la sapiencia necesaria de embelesarnos con su perplejidad. Porque, ciertamente, cuando pienso en obras nuevas, no me refiero en exclusiva a la aparición de la enésima novedad patrocinada por la vertiginosa actualidad que se arroga la dislocación de una mal entendida tradición anquilosada. No, más bien me refiero a ese acto siempre necesario de recomposición que la emergencia de obras en apariencia secundarias, marginales o ignoradas, efectúan en el instante preciso y que es gatillada por la fineza de la lectura que, en este caso, un antologador dispone con su juicio. Aquel movimiento, de todas formas, posee una cuota de misterioso y no se resuelve como mera solución antihistórica. Creo que sería un movimiento que diese luz por ejemplo, ante el silencio que rodea a la poesía de la Mistral más allá de explicaciones sociológicas de gusto lector, sería un movimiento que tendría que dar cuenta en su desenvolvimiento del diálogo entre la concepción mágica del lenguaje habida entre Neruda, Huidobro, Del Valle y Díaz-Casanueva y cómo ello incide en el mejor Martínez o en los delirios especulativos de Eduardo Anguita. Sería un movimiento que tendría que releer la propuesta de Teillier de una poesía lárica no sólo a la luz de Rilke o Trakl, sino de la Mistral, Juvencio Valle, Oscar Castro y el joven Neruda. Sería un movimiento que debiese buscar la raíz del escepticismo escritural de Lihn en el desideratum casi nihilista de cierto Huidobro (Altazor, algunos poemas de El ciudadano del olvido). Sería un movimiento que debiese poner en la misma fila los proyectos de Mandrágora, de la antipoesía parriana y de Gonzalo Rojas y Eduardo Anguita con miras a una lectura de conjunto para que se vieran reflejados oblicuamente en el espejo opaco que es la Nueva Novela. Sería un movimiento que, sin ningún tipo de aprensión o ansiedad, divagase entre la claridad opalina de los sonetos de Prado, la Greda Vasija de Alberto Rubio y los mejores poemas de Oscar Hahn como un afán de forma que busca aprehender la vida. Sería poner en tensión la imagen de un lenguaje oracional que encuentra en la Mistral, Rojas, Arteche y otros su mejor expresión como contrapunto reflexivo al torrente de la vida. Las asociaciones son vastas, múltiples y hasta contradictorias. Sería un movimiento saturado de contracciones y gestos oblicuos, en el fondo, la instauración de un verdadero “pantextualismo” que no se desdijera de sus fantasmas, ni de sus ecos.

El trabajo de Contreras me parece en ese sentido, sugestivo, en modo alguno redundante y ciertamente problemático. Porque evidentemente tras toda elección de tal o cual poema, de tal o cual autor, se yergue una política de gusto que articula el canon que propone. Ahí se muestra o expone a mi parecer esa tensión que hace trizas una idea o concepto de linealidad y progreso. Aquello lo veo, por ejemplo, y a buena hora, en la inclusión de poemas de Rosamel del Valle, Humberto Díaz Casanueva y Eduardo Anguita, como partes centrales del corpus antológico, dibujando una robusta escena que complementa y discute decisivamente a la antipoesía parriana y a la obra de Gonzalo Rojas. Esa sola constatación, me parece sugerente, pues muestra y afianza la centralidad canónica de poéticas que hasta no más de 10 o 15 años atrás, como las sustentadas por los autores de Orfeo y de Venus en el pudridero, sólo servían de marco epocal, o a lo sumo de frontera referencial para situar o dejar entrever la definitiva “superación” de esa retórica educada en las vanguardias, sobre todo en los logros del surrealismo y despreciadas como complejas, intelectuales y oscuras. Este cliché crítico fue el que levantó y naturalizó el establecimiento de un puente vuelto obvio por esa misma crítica entre el nerudismo postresidenciario y poemas y antipoemas y que ha implicado una postergación, hoy por hoy, insostenible respecto a la manera de entender nuestra poesía. Acertadamente, el poeta y comentarista Carlos Henrickson señala: “Pertenecer a estas “poéticas oscuras” significó –y aún significa para ciertas comisarías críticas- pertenecer a cierta tradición secundaria, adjunta y subalterna, que alimenta de material y procedimientos a sus gemelas claras que tienen en su poder las misiones finales: la palabra cívica y la dotación de sentido al ser nacional. Si bien este cuadro no se aplica en absoluto a la producción efectiva de la literatura chilena actual, durante largos años fue una convicción permanente.” Esa convicción es la que hace trizas, en mi opinión el trabajo de Contreras y me parece que es uno de sus aciertos primordiales.
Por otro lado, la justa y reivindicatoria inclusión de poemas de Violeta Parra, no sólo es un guiño de compensación simbólica, ni tampoco un afán de hacer valer la expresión de lo popular en ese canon que Contreras nos ofrece en su versión, sino más bien, lo veo como parte de la ampliación no carente de dinámicas contradicciones que toda tradición que se precie efectúa de sí misma en tanto hecho textual, en tanto ponga en tensión una idea de lenguaje y una noción de imaginación y realidad. Algo parecido a lo que acontece, en otro plano con la Mistral. Esa idea o más bien, estrategia de presentación de escena, no es original y no sé si Contreras lo sabe, pero aquel gesto ya había sido llevado a cabo en la ahora casi olvidada antología de poesía en lengua castellana que Eduardo Anguita efectúo en 1981 y donde Violeta Parra estaba incluida con varios de sus textos más significativos. Eso, para mí, me parece genial: un azar absoluto y necesario, pues demuestra que la orientación que esta antología dentro de su arbitrariedad propone, no se funda en una mal entendida idea de representatividad, sino como articulación de esa pluralidad contrastiva que en ningún caso es pasiva, acomodaticia ni políticamente correcta. Para nada. Eso al menos para mí, queda claro en el final de esta antología, en la inclusión de Diego Maquieria, cuya escasa y rotunda obra ya no puede ser vista como una acción excéntrica al interior del discurso poético de los 70 y 80. Para nada: la centralidad de la poesía de Maquieria con su imaginación, su ludismo y gratuidad me parece fundamental como correlato al dramatismo de corte mesiánico que muchas veces adquiere lo mejor de la poesía de Zurita.
Estas son a mi juicio las mejores virtudes de este trabajo antológico, pues no se trata solamente de establecer una lista de autores reconocibles que se reduzca a una serie de “grandes éxitos”. Para nada, sino más bien, un trabajo como éste, si arriesga una posición de lectura, muestra en ello una nueva manera de volver a leer nuestra breve tradición poética que nos imaginamos y reimaginamos de modo permanente. 

 Notas
(1) Borges, Jorge Luis: “Prólogo” a Nueva Antología Personal, Ed Bruguera, Barcelona, 1980, p 7. Estas palabras aparecen, asimismo, como epígrafe a la Antología de poesía chilena contemporánea de Miguel Arteche, Juan Antonio Massone y Roque Esteban Scarpa publicada en editorial Andrés Bello, Stgo de Chile, 1983. Agradezco el dato al poeta Francisco Vergara.
(2) Reyes, Alfonso: “Teoría de la antología” en La experiencia literaria, Ed Losada, Bs Aires, 1952.



domingo, 3 de noviembre de 2013

Lecturas primordiales

Siempre consideré que los libros de texto, que zarandearon nuestra vida entre los cinco y nueve años, se encontraban a medio camino entre la necesidad de informar de modo útil acerca de tal o cual cosa, ya fuese ajena o distante y la idea, un tanto estrafalaria, de forjar carácter, identidad o lo que fuese. De lo primero da cuenta ese listado curioso, casi infinito de lugares, situaciones, personajes y oficios que eran pan diario: en esos textos, fragmentos más bien, uno aprendía a diferenciar el desierto de Atacama de los archipiélagos del sur, aprendía a distinguir la bondad del hecho generoso –cuidar la naturaleza, ayudar a un anciano cruzar la calle- en detrimento de las actitudes egoístas –como pensar siempre en uno mismo, sin importar quienes nos rodean-. Ahí uno aprendía a reconocer la diferencia entre un panadero y un albañil, entre una bicicleta y una cocina. De lo segundo, esos relatos, poemas o textos varios que hacían de la bandera, de los héroes de la Concepción, del Combate Naval del 21 de Mayo o de algún evento como la Primera Junta de Gobierno, la Asunción de la Virgen y la loca geografía de nuestro largo y estrecho país, su tema principal, mezcla de severidad y seriedad supinas, pero siempre recurrentes a la hora de querer decir esto somos nosotros, éstas son nuestras aventuras épicas y aquí vivimos. Nada en todo caso, que fuese ajeno a lo que un niño hacia 1980, debía leer y saber. Por supuesto que las motivaciones literarias estaban ausentes, lo que no significaba que algunas de esas lecturas contuvieran fragmentos de un estilo bastante elaborado y aún, insinuante, muy cercano a lo que sería, por ejemplo, algún cuento de Francisco Coloane. En ese sentido, recuerdo un breve relato tomado de no sé que enciclopedia, titulada algo así como La gran travesía, que daba cuenta de la expedición de Charles Francis Hall, en 1871, a bordo del Polaris para alcanzar el Polo Norte. La descripción vívida de las penurias de Hall y su tripulación, su posterior muerte y el naufragio del Polaris, con el relato de la épica aventura de los sobrevivientes en la descripción de uno de los naufragios más célebres que me ha tocado leer, hicieron que, años después, cuando leí las Aventuras de Arthur Gordon Pym de Edgar Allan Poe, éstas no me parecieran tan terribles, ni tan desmesuradas: lo de Poe era un cuento, una fantasía, lo del capitán Hall, una certera y dramática verdad histórica. Obviamente que no todos los textos alcanzaban una dignidad estilística y hondura estética como esa, pero ciertamente deben haber sido bastante mejores –ad infinitum- que las actuales Pregúntale a Alicia y basuras semejantes.
Pero de todos modos, el tono general de esas lecturas no era un aliciente para fomentar la curiosidad frente al misterio y menos para hacer entrever un atisbo de lo que podría ser la poesía. No sé y creo que nunca sabré cómo es la primera experiencia lectora que te sacude y hace sentir que lo que estás viviendo –leyendo- tiene que ver con ese mundo o sensibilidad que, ya adultos, relacionamos con lo poético. Ese saber, esa constatación, siempre es un después, siempre es un posteriori, rara vez, creo, algo premeditado: se te otorga en su infinita gratuidad, en su azar absoluto, en su casualidad siempre mágica. Recuerdo ir en 4º o 5º básico y la lectura de la semana era la unidad titulada Lugares y paisajes o Lugares de tu ciudad o La ciudad y sus paisajes o algo por el estilo. Eran dos textos: el primero, cuyo titulo no recuerdo, era una especie de apología al paseo en bicicleta. Una experiencia como ésa era inconmensurable, imaginativa y poseedora de no sé qué virtud de sanidad física y mental. Con la bicicleta podías recorrer muchos lugares, visitar amigos, ir al parque, regresar a casa desde el colegio y llevar una vida aventurera cercana a la naturaleza. No está mal, pensaba yo, si es que sabes andar en bicicleta. El otro texto era diferente, muy diferente y, en ese momento, ignoraba que sus repercusiones llegarían hasta mi edad adulta. Ese texto era muy distinto a lo que yo, hasta ese instante, había leído. Difícil explicar la mezcla de sensaciones que me produjo: ansiedad, curiosidad, una vaga sensación de vaciamiento, una precoz antesala de lo que supondría como temple melancólico. En fin, fuera lo que fuera, era un texto sugestivo que me atrapó desde el primer minuto. Se titulaba La casa abandonada y su autor –cosa curiosa: no era un fragmento anónimo sacado de una enciclopedia ni de un atlas- era Pedro Prado. Por supuesto que yo no sabía que el autor era uno de los más notables poetas chilenos del siglo XX. Por supuesto que no tenía la menor idea de su biografía, su amistad con Gabriela Mistral y su residencia en la cercana ciudad de Viña del Mar. Por supuesto que no sospechaba de su afán por innovar en la poesía chilena de principios de siglo y de su actitud avezada cultivando la escritura del poema en prosa o siendo un paladín del verso libre. Y mucho menos podía saber que el texto que estaba leyendo como en una verdadera epifanía, con deleite y asombro poco común, era un poema en prosa que daba título a uno de sus libros más célebres.
Es difícil calibrar a la distancia, las razones o motivos de mi asombro. Mucho menos explicarlos o fundamentarlos. Pero lo que sin duda seducía mi imaginación, lo que me hizo volver una y otra vez a ese texto, a ese bello y singular poema, era su ritmo. Un ritmo ajeno al metrónomo silábico, un ritmo que descansa en la frase breve y que convierte al punto seguido, en fundamental para crear una cadencia específica que no se abandona a la mera descripción, ni a la mera enumeración de situaciones o lugares. Ese ritmo entrecortado a semejanza de una lluvia tenue, cuyos goterones no se dan de inmediato a la percepción, abría una ventana feliz hacia el misterio: palabras evocativas, sacadas del natural, aún de la inocua ingenuidad de los relatos de infancia, mariposas nocturnas atravesando la página, un viento característico que soplaba entre los vetustos rincones de la herrumbre. Una fantasía que asalta entre glosas a un tono fabulesco y una densidad que invita a la reflexión. En el poema, la casa abandonada, no se enuncia, no se dice: se nos presenta. Aquella virtud de todo poema legítimo que no se apresura en su trama, me pareció, sin duda, algo fundamental para sentirme arrastrado por las sinuosidades laberínticas que la rata blanca recorre una y otra vez en búsqueda de protección para sus ratoncillos. Hay ahí una fisonomía que economiza medios, pero que es pródiga en insinuar algo inminente: acaso la lluvia, acaso el abandono, esa sensación inacabada de algo viejo, de algo pasado, de algo ruinoso que no se vuelve trágico, que no se transforma en una queja por su pérdida. Para nada, la casa abandonada, apenas sugerida en el movimiento de sus pequeños protagonistas –el cardo, el viento, la nubecilla, los medrosos caracoles, los oscuros pájaros de fugaz presencia- plasma un gesto que dibuja una sensación, plasma una manera que es ajena a la descripción, ajena a la anécdota reconocible y aleccionadora.

Sólo al final, cuando hemos sido invitados a imbuirnos en esa atmósfera nocturna, el breve diálogo entre los vilanos y la rata blanca, permite vislumbrar que la apariencia de lo tenue, de lo ingenuo incluso, de lo breve y minúsculo, es sólo eso: una apariencia para dar cuenta de una densidad imaginativa que se resuelve como dictum en la frase postrera: “hay muchos que sólo viven para indicar el paso de las cosas invisibles”. En ese contraste, en ese remate genial al final del poema, está la maestría de Prado, está la ironía suprema, fina y delicada, pero ironía al fin, que se nos da como lectores para hacernos patente no sólo la sugestiva adecuación de las presencias invisibles, sino también, la sugestiva forma que posee un poema para hacernos ver lo que no es posible ver. Eso, quizás, es virtud de la forma del poema, de su prosa, una prosa que no es cualquier prosa, que no es la descripción naturalista de los fragmentos enciclopédicos de una lectura de texto. Una prosa que rehúye ser prosa, una prosa al servicio de la imaginación y la sugerencia. Una prosa que muestra en su efigie una mirada poética y que me enseñó, por vez primera, que la poesía habita en los recovecos singulares de la magia y que, como la música, es un estado, no sólo una mera forma.


La Casa Abandonada
(Pedro Prado)

            Alta va la luna y las nubes volando en torno. De vez en vez cae una nubecilla como mariposa en las llamas de la luna y hay una pasajera obscuridad. Luego, el cuerpo consumido rueda por los rincones obscuros de la noche. Viento del otoño alegre ensaya un silbido agudo. Los árboles le hacen reverencias. Afanosas, las arañas zurcen los vidrios rotos de la casa abandonada, y continuos calofríos estremecen los hierbajos del patio.
 -Mala noche- dicen los grillos que cruzan por entre los escombros.
 -Mala noche- repiten los pájaros, que no pueden conciliar el sueño con el loco vaivén de las ramas.
 -¿Volverá?- preguntan los medrosos caracoles.
            Bajo el de ortiga y malvaloca, cruzan las ratas por vereditas que penetran a los cuartos vacíos. Las paredes desconchadas, con grandes agujeros, evitan las revueltas inútiles. Las cabezotas de los cardos, que se yerguen al frente de las puertas, vaciaron sus enjambres en las piezas solitarias.
           Cuando penetra una racha, bailan las plumillas la danza del viento. Y la rata blanca, que anida en un escondrijo, se desespera con los vilanos, porque son el abrigo de sus ratoncitos.
-¿A dónde vais -chilla-, locos, más que locos?
-No lo sabemos, señora. Preguntádselo al viento.
-¿Os dejáis arrastrar por ese vagabundo?
-Hemos sido hechos para él. El polvo y las hojas y las aspas de los molinos están encargados de hacer visibles a las ráfagas que soplan vecinas a la tierra. Las nubes y los vilanos denunciamos a los vientos altos, que sólo en nosotros perciben los ojos.
-Extraña ocupación.
-¿Pequeña os parece? Hay muchos que sólo viven para indicar el paso de las cosas invisibles.





domingo, 27 de octubre de 2013

Lectura y memoria

En lo que sigue, no pretendo otorgar una visión omnicomprensiva de un fenómeno desbordante como es la alteridad, la pregunta por el otro y la necesidad de advertir su pertinencia irrefutable para fundamentar cualquier gesto intelectivo. Eso, qué duda cabe, escapa a mis capacidades. Deseo más bien referirme a algunos puntos desde los cuales pudiera tal vez desplegarse una reflexión ulterior desde la peculiaridad misma que nos constituye y que, en mi doble calidad de académico y literato, creo poder justificar sin demasiada vergüenza e ignorancia.
Así, creo sin temor a equivocarme, que una de las formas más apasionantes de experienciar la otredad, de advertir su llamativa y enigmática opacidad y su evidencia siempre renovadora y transformadora para con nosotros mismos, ocurre en el acto de la lectura.
Es vasta la tradición que retrata a alguien con un libro entre las manos, ya sea leyendo o escribiendo sobre un escritorio. A las pinturas que abordan a San Jerónimo o San Ambrosio en el acto de lectura y que se vincula a la pintura de santos del barroco español o italiano, -o incluso con señas anteriores en el renacimiento, tal como lo muestra la obra de Antonello Da Messina- es posible agregar, con posterioridad, a pintores como Chardin y Courbet, por ejemplo, quienes entre el siglo XVIII y el siglo XIX, permiten delimitar las formalidades de este subgénero pictórico de “interiores” con una prestancia y maestría insuperables. Es de sumo interés advertir la manera en que la concepción del espacio interior se transforma: en las pinturas medievales tardías como en las del renacimiento y barroco, sobre todo las referidas a pinturas de santos, el fondo está configurado como la descripción de un espacio bastante delimitado en sus convenciones de sentido: una abadía, una iglesia, una biblioteca monacal. Representaciones que nos hacen pensar en lo sacral que encierra el acto de lectura y, por ende, el acto de la escritura, como verdaderas reminiscencias de la tradición sacerdotal pagana y sus servidores cultuales –augures, vestales, pontífices- especialmente educados para preservar e interpretar una serie de acciones y procedimientos ritualistas. Por otro lado, desde el renacimiento y, sobre todo, desde el barroco del norte de Europa de cuño protestante y de raigambre holandés y flamenco, hasta el neoclasicismo francés, es posible apreciar la evolución profana del espacio interior hacia una concepción burguesa y ciudadana de la representación del acto de lectura: en estos casos, ya no estamos frente a un religioso o un santo ante un atril con folios y tintero, sino frente a un hombre identificable como burgués: su atuendo, sus utensilios de escritorio, la descripción de su entorno –una biblioteca, un estudio-. Pero a pesar de las diferencias sustanciales que pueden apreciarse en la transición de un estado a otro, sobrevive la idea o la concepción de la lectura como un acto que no es fortuito o casual: hay una obsequiosidad, una dedicación, una actitud, una cortesía para con el ejercicio de pasar los ojos encima de las palabras plasmadas en el papel que vuelven especial a este mismo acto, un acto plagado de una simbología vital e intelectual que quisiera dejar en claro el carácter numinoso del acceso, encuentro y uso del objeto libro y de las conductas casi ritualistas a él adyacentes.
En contraste, la capacidad de leer hoy en día es difusa e irreverente. Buscar una orientación oracular en un libro para que nos predisponga hacia el encuentro de lo otro, ha dejado de ser un acto natural. Se desconfía de la auctoritas del texto porque precisamente aspira a dirigir o señalar los caminos a seguir hacia el encuentro de esa otredad que se halla referida en las puertas de la imaginación, la ficción, el pensamiento o la acción. No escribimos el libro al ejercitar la lectura, pues nos cerramos a la posibilidad de hacernos convencer que los encuentros internos son transformadores y aún decisivos. Lejos están los ejemplos radicales de un Lutero, de un Loyola, de un Voltaire, de un Goethe que vieron y vivieron la textualidad de modo tal que conllevó a la reconsideración de sus propias experiencias. Agregados a esa lista, nombres como los de Robespierre, Marx, Benjamin o Freud no estarían de más. Nos harían recordar que la transformación y crítica de la realidad son también un acto de comprensión lectora, son un acto ejecutado por sujetos, hombres y mujeres, ebrios de textualidad, obsesionados por el mundo del sentido y, aún más, envenenados en buena hora por su más que deseable sentido posible. Pues como nos han enseñado decenas de poetas y filósofos, toda crítica de lo real, toda crítica a una sociedad determinada, empieza por una crítica al lenguaje que esa misma realidad y esa misma sociedad sustentan en su cuerpo social, en su andamiaje político y en sus necesidades imaginativas.
Así, quienes nos desempeñamos en las humanidades, enfrentamos el desafío de ver el mundo en la mediación que implica ese ejercicio llamado lectura: nos vinculamos con textualidades, nos configuramos con textualidades y esas textualidades nos otorgan la imagen o, mejor dicho, la contra imagen de nosotros mismos en la aventura más decisiva que pueda implicar la asunción de la otredad como certificación de que es posible algo más allá del solipsismo. La lectura es nuestro fundamento, la lectura nuestra puerta de entrada –o a veces también de salida- hacia la constatación de la idealidad reflexiva y punto de inflexión para dar cuenta de lo fáctico ante su seducción imperativa. Esto suscita una pregunta estremecedora, ¿quién entre nosotros se molesta en transcribir, en poner por escrito, por placer personal y por afán de memorizarlas, las páginas que se han dirigido a él de forma directa, que le “han leído” de forma más penetrante y le han inquirido a percatarse que su mundo no es el suyo, que sus palabras no son propias, que su vivencia se halla a distancia sideral de ser asumida como una experiencia que invite a la diferenciación de aquello que configura una realidad distinta?
En el ejercicio de lectura que nos hace atisbar lo otro, que nos interroga por el otro, la memoria es un elemento fundamental. Hay una trama compleja, que es un desafío a todo intento semiótico de esclarecimiento, en advertir la opaca equivalencia entre el texto, la comprensión y la respuesta crítica a la auctoritas de las que nos habla el acto de la lectura que depende estrechamente de las artes de la memoria. Esas artes son de antigua data y esa misma antigüedad no es, para nada, sinónimo de anquilosamiento. Más aún,  esas artes nos enseñan que hacer de la memoria el corazón de la lectura no sólo es acumular fragmentos de textos diversos para dar con referentes oportunos para ocasiones específicas. En absoluto, se trata más bien de apreciar una red invisible, densa y vasta, que solicita una atención exigente y que puede ser correlato de nuestra propia respiración. Así, la habilidad de saber versos de un poeta magistral, el reconocer una reflexión de un filósofo que orienta nuestra acción presente, el advertir una cita de un tratadista de tiempos remotos para que esclarezca nuestra comprensión actual de la ley, el identificar en un hecho del pasado una actitud reveladora de toda una sociedad que se repite abismante en las voces políticas del ahora y el apreciar en las palabras de alguien el clamor por la justicia, la belleza o la verdad, forma todo ello parte de una estructura secreta que apenas atisbamos, una estructura secreta poseedora de una interioridad laberíntica, compleja, hecha de ecos, de reconocimientos históricos, filosóficos y estéticos que se vuelcan y formalizan en una idea o noción de subjetividad que se funda en el lenguaje y que haya su razón de ser en su plasmación siempre diversa, en su encarnación siempre cambiante.
La atrofia de la memoria es el rasgo dominante de nuestra educación y de nuestra realidad política, cultural y moral. Esa atrofia es la destrucción de la lectura y su reduccionismo a una tecnología articulada por la superstición de la eficiencia.
No es posible ejercitar un reconocimiento del otro y de lo otro, sin una pragmática de la memoria, es decir, sin una ética de lo que el filósofo Emmanuel Levinas llamaba el Rostro como Palabra y ver en ello significativas implicancias para con la comprensión de nuestra propia conciencia de sujetos. Creo que no hay posibilidad real de emancipación, aún justificada en los movimientos sociales de la índole que sean, si no se asume esa dialéctica que se establece entre ese otro y su asunción como lingüisticidad operativa que no sólo es posible entrever como un ejercicio de lectura funcional, sino como una verdadera labor de responsabilidad en el sentido en que un poeta como Charles Peguy podía otorgar, es decir como una lecture bien faite. Nos dice Peguy: “Una lectura bien hecha no es otra cosa que el cierto, el verdadero y sobre todo cabal realización del texto, la cabal realización de la obra; como una coronación, como una gracia particular que pone el punto final (…) así, es literalmente una cooperación, una colaboración íntima, interior. Y también una elevada suprema, singular y desconcertante responsabilidad. Es un destino maravilloso y aterrador”
La observación de Peguy me parece altamente pertinente por la radical inactualidad de su planteamiento, donde lo inactual es invitación a pensar en oposición a la época, en oposición a nuestro sentido común, a la doxa que se asume como naturalización de ideologemas de índole diversa. Es una invitación desafiante para volver a aprender y ensanchar el sentido que le damos a la gramática, es decir, el ordenamiento racional y creativo, sutil y opaco con que se concatenan las complejas tramas de todo discurso, no sólo a nivel verbal, pues es verdad que existe una gramática y una sintaxis de lo histórico, una sintaxis del pensar, un ordenamiento de lo visual y una jerarquía de lo simbólico. Desdeñar o ignorara eso, no sólo redunda en una disminución de nuestras capacidades intelectivas, implica también desoír ese llamado responsable -es decir, esa capacidad para otorgar respuesta al llamado imperativo que se nos hace desde las diversas formas en que encarnan esas diversas gramáticas- para con ese otro que sólo puede emerger en las configuraciones posibles del sentido, configuraciones que si no son leídas, desaparecen en la ignorancia, el consumo o la vaguedad instrumental de lo “necesario”. Ahí veo que nuestra labor como lectores trae desafíos, consecuencias, imperativos irrenunciables: significa aproximarnos al entendimiento de un poema, significa asumir con paciencia el esfuerzo por asir el fenómeno histórico con toda su compleja carga de necesidad, significa plasmar más allá de la transitoriedad, lo medular de la vivencia estética como, a su vez,  asumir humildemente la densidad, en ocasiones desmesurada, que plantea un concepto reflexivo para con nuestra propia mismidad. Ahí se juega por entero el cara a cara que ese otro pide y exige, petición y exigencia que conlleva la contraargumentación de desplazamiento con que opera el sentido. En ese ámbito, ciertamente no hay tecnología virtual alguna que pueda reemplazar por novedosa, veloz o eficaz, la experiencia de palpar una hoja, hacernos pensar sobre la implicancia de lo escrito y motivarnos para ir al encuentro de aquello que esas palabras concatenadas, nos suscita. Ahí se juega, a mi modesto entender, la articulación de esa pragmática de la memoria a que todo saber humanista no debe renunciar, si no desea dejar de ser sí mismo.


domingo, 6 de octubre de 2013

Lo ajeno como propio: breve nota a las traducciones de Alfonso Alcalde

Nunca nos cansamos de descubrir cosas que los poetas que nos han dejado mantenían en su archivo secreto. Sobre todo si su suerte editorial ha sido abrupta, accidentada o precaria. Es lo que acontece con las traducciones de Alfonso Alcalde, poeta muerto por mano propia hace ya más de 20 años y del que gracias a los esfuerzos de Cristian Geisse y el editor Patricio González de Ediciones Altazor de Viña del Mar, estamos apunto de conocer bajo el título El árbol de la palabra. Subo ahora al blog, la nota que escribí a modo de prólogo a mentada edición que en las próximas semanas verá la luz. Al final incluyo algunos poemas en las versiones de Alcalde para que nos hagamos una idea de sus traducciones o más bien recreaciones. Vale la pena tener entre manos ese libro.

*
“Todo gran poeta poetiza sólo desde un único Poema. La grandeza se mide por la amplitud con que se afianza a este único Poema y por hasta qué punto es capaz de mantener puro en él su decir poético”. Con esta frase, ya famosa en el horizonte de interpretaciones heideggerianas sobre poesía, el pensador de la Selva Negra introduce en uno de sus ensayos que se halla en De Camino al Habla a la aventura de leer y dilucidar la obra poética Georg Trakl. Aventura que lleva en su apasionante y lúcida arbitrariedad, a explorar el ámbito posible en que es dable la poesía, el ámbito en donde es dable la configuración de todo  poema. Porque, de todos modos, vale la pena indagar, atisbar ¿cómo un poema puede ser, cómo puede configurarse en la apropiación de lo ajeno? Eso tal vez requiere un apronte, una disposición especial para con todo poema que lleva dentro de sí, en su vientre, sus significaciones posibles. Eso, a su vez, requiere quizás, volver a los usos que todo poeta hace de las palabras, las propias y las ajenas, las vertidas desde la peculiaridad de su idioma, como de las que puede aprehender desde un horizonte de pródiga generosidad.
El caso del poeta chileno Alfonso Alcalde (1921-1992), cuyas traducciones son publicadas aquí por primera vez, responde a esa inquietud, a esa singular manera de requerir en su uso, la apropiación singular de esa ajenidad que se encuentra en la intemperie del idioma: en lo ajeno de esas otras palabras, en lo ajeno que las configuran. Varias interrogantes podrían surgir al respecto: ¿qué traduce un poeta de otro poeta?, ¿cuál es el énfasis de esa traducción?, ¿acaso un  afán divulgativo?, ¿acaso el fervor de hacer de lo ajeno algo propio?, ¿quizás la exploración de los recursos que volcará luego en sus propias creaciones? Un poeta no traduce a otro sólo por la gratuidad del encanto eufónico que en él suscita ese poema que le seduce. Tampoco por un afán arqueológico o pasatista de ocupación varia en espera de la mal traída inspiración. Quizás tampoco sólo por el hecho de explorar en el secreto laboratorio de la escritura, un hallazgo expresivo que sirva para sus propios fines. Probablemente por todo eso y por muchas otras cosas: por cansancio y consuelo ante los límites del propio idioma que él mismo conoce tan bien, quizás por conjurar a través de la lengua ajena y en el poema ajeno, esas obsesiones que no puede concretar en su propia búsqueda.
Por lo demás, la poesía chilena que va desde el siglo XX, ha sido pródiga en traducciones varias, pero no sólo a un nivel cuantitativo, sino más bien por esa capacidad para haber densificado en un sugestivo mestizaje, una lengua capaz de explorar los rincones de la vida y la imaginación más diversa. Es difícil calibrar en unas cuantas líneas lo impensable que sería Huidobro sin Reverdy o Apollinaire; o Neruda sin Baudelaire o Whitmann; como asimismo Mandrágora sin el surrealismo; Gonzalo Rojas sin Catulo y Rimbaud; Anguita sin Eliot o Valéry; como a su vez Millán sin William Carlos Williams; Teillier sin Esenin o Trakl o Parra sin Shakespeare. Pareciera ser que en el ejercicio de traducción, el poeta cumpliera ese dictum del conde de Lautréamont la poesía será hecha por todos. Sin duda que eso tenía en mente un magistral poeta como Gonzalo Rojas con su oído casi infalible cuando escribió ese maravilloso poema titulado Concierto.
Pero no se trata solamente de constatar filiaciones e influencias varias en un listado largo e inabarcable: el cuerpo de la poesía chilena siempre ha sido plural, contradictorio y carente de centro –a pesar de Neruda, Parra o Zurita- y donde esa dispersión, bien puede ser atribuida, entre otras razones, por su puesto, a la labor seminal de la traducción para configurar un escenario móvil, amplio y carente de fronteras fijas. Una poesía de cuerpo plural que se otorga a sí misma la ruptura de sus límites expresivos y que ha hecho de la exploración mediante la traducción, uno de sus pilares más relevantes en lo que va de su paulatina consolidación a través del tiempo.
Dicho esto, ¿dónde inscribir entonces las traducciones de Alfonso Alcalde? Ciertamente –y es lo que creo- no en el libro de las referencias cultuales al que todo poeta brinda, aún en secreto, tributos como hacia una deidad mágica. Tampoco en el gesto que redunda en explorar los recursos lingüísticos en aras de una teoría de mayor o menor calado acerca de lo que es o no es la poesía. Pero, lo esencial, creo que menos para dejarse llevar por los caminos sin retorno del palimpsesto seductor a que arriba, tarde o temprano, todo poeta con oficio de traductor. Me explico.
Pienso que en líneas gruesas, dos pueden ser las actitudes de un poeta para con la traducción: volverse ajeno de sí mismo en las exploraciones que un idioma distinto al suyo propicia en el marco de la aventura expresiva a que invita toda escritura, buscando una identidad poética en la dispersión más amplia y productiva que pueda haber o, de otra manera, efectuar un ejercicio centrífugo: aclimatando lo más posible hacia la propia divergencia interior de la expresividad lingüística que ese poeta busca para sí, los hallazgos que vislumbra en los poemas que más le seducen, en las tradiciones que más le asientan en su gusto. Entre ambos extremos, claro que hay variantes y contradicciones, algunas fecundas, otras altamente reflexivas. Pero de lo que no me cabe duda es que Alcalde pertenece a esos poetas que traducen para constatar su propia exploración, para naturalizar en sus usos peculiares, la música ajena que le llega por todos los rincones. Esa naturalización es radical: llega incluso a negar o, al menos, a contrariar lo que de modo habitual, entendemos por traducción, en tanto fidelidad –real o ficticia- hacia ese “original” que siempre está a la base de toda apropiación de sentido.
Esa naturalización, en Alcalde, es quizás más certero llamarla recreación, reescritura o, tal vez, con un término con el cual nuestro poeta no habría estado para nada en desacuerdo, como variación, es decir, como una apertura personalísima hacia un horizonte de significados que, respetando el texto original –pero ¿qué es lo original acá?- nos presenta un poema totalmente otro, distinto, ajeno, pero propio, dispuesto en unas coordenadas alejadas de toda precisión, pero significativas para entender el mundo de Alcalde con sus fantasmas, obsesiones y logros. Así, creo que en la traducción –por llamar de algún modo tradicional, su ejercicio tan peculiar-, Alcalde vuelve suyos esos encuentros singulares con aquellas escrituras que le son afines: invita a vivir a su casa a las visitas ilustres que se creían de paso, invita a convivir en su propia escritura lo que ha descubierto o admirado. Ve en los poemas ajenos, ramas de un árbol único, partes de ese Poema que consta una experiencia singular del mundo, una experiencia singular de la vida y su sin/sentido.

Eso es lo que aprecio al leer sus poemas que evocan enamorados, niños muertos, noches de mágica ensoñación, amistades nobles y decidoras, maravillamientos en torno a la naturaleza y la vida misma. Pues no importa que el poema sea escrito por un poeta alemán del siglo XVII o un anónimo poeta aymará perdido en tiempos inmemoriales, pues el ejercicio de traducción de Alcalde los trae a presencia en una actualidad que está al servicio de sus propias inquietudes, de sus propias obsesiones: la vida, el amor, la muerte. Por eso, si bien es rastreable una predilección por poetas de origen anglosajón e italiano, ello no significa que tengamos que ver un plan de traducción o un sistema de apropiación de tal o cual lengua. Para nada. Como a su vez, tampoco es posible advertir un regodeo por poemas que no estén en sintonía con las búsquedas del propio Alcalde. Sería iluso, tal vez equivocado. Pues por eso, que no se busque aquí una perfección formal o lingüística en aras del poema bien traducido, del hallazgo exacto o la palabra certeramente encontrada en sus deslumbrantes equivalencias. No, eso sería totalmente equívoco y desmerecería al propio Alcalde: quien busque aquello en estas traducciones –o variaciones más bien-, yerra rotundamente. ¿Y qué puede hallarse entonces?
Me atrevo a decir que un testimonio. Sí, un testimonio de solidaridad y sobre todo de hermandad para enfrentar su singular destino de poeta solitario. Porque no sabemos a ciencia cierta las razones por las cuales un poeta traduce tal o cual poema. A lo más poseemos aproximaciones, indagaciones. Sólo creo intuir que Alcalde traduce para no sentirse solo en esa comunidad poética que, en su propio idioma, tanto le esquivó, llevándole a su trágico final. La traducción como prolongación fantasmal de sí mismo hacia un otro para mantener diálogos virtuales que, en verdad, son monólogos intensos, singulares, cargados de lo mejor de su propia imaginación, cargados de su propia fascinación y pavor ante la vida.
En las traducciones de Alcalde, lo ajeno se vuelve propio, no en un gesto de apropiación injustificada y violenta, sino como acogida para ser generosos con quienes fueron generosos con él: esos poetas de latitudes infinitas y distantes con los cuales dialogó en su  fértil ensimismamiento.

Noche invernal
George Trakl

La nieve, pez simultáneo, en acecho.
Como una campana, cae, blandamente.
Y al otro extremo del titubeante silencio
la familia se reúne en torno al pan.

Regresa el lento peregrino de la noche
y toca la puerta y a través de los cristales
interroga cada uno de los rostros buscando
la dicha y la abundancia completa de la tierra
y los abuelos que sollozan a esa hora
en la plenitud de su olvido y la edad completa.

Y al traspasar el umbral del fuego
el nido de brasa humana de cada corazón
parece serenar su dolor petrificado
apurando el calor errabundo del vino.


Deja tu corazón en el mío
Elizabeth Barret Browning

Aléjate de mí aunque siempre estaré
dentro de tu sombra. Me levanto solitaria
en los umbrales de las puertas.
No puedo controlar los impulsos de mi alma,
saludar al sol con la misma serenidd
de antaño. Entonces descubro que mis manos
siguen encadenadas a las tuyas
y todo lo que hice por separarlas
fue en vano.

Tierra anchurosa que intentó superar
nuestro destino
deja tu corazón en el mío
porque en todo lo que hago y sueño estás presente
como el sabor de la uva en el vino.

Y cuando pido clemencia a Dios
tu nombre sigue naciendo en cada palabra
y no puedo evitar que dentro de mis ojos
tus lágrimas sigan cayendo junto a las mías.


Hora nocturna
Karl Kraus

Noche de las noches, huyendo
tan pronto como la tocamos
ave de tal velocidad que ciega
su adelanto y anticipo: el día.

Noche de las noches, llegando
aposentándose en todos los temblores
y en la claridad de su parpadeo
la muerte cambia de estacionamiento.

Noches de las noches, volando
como si el hombre detuviera
la porfía de la existencia
y vida y muerte fueran solo indivisibles.



sábado, 28 de septiembre de 2013

Momento Musical I: Iannis Xenakis 1922-2001

Si la filosofía, en genial ocurrencia de George Steiner, puede ser considerada como la poesía del pensamiento; la música podría ser tal vez la expresión del pensamiento en el sonido. Tal aseveración, marca sin duda, la comprensión que podríamos hacer de la música del compositor greco-francés Iannis Xenakis. Nacido en la frontera rumano-griega en 1922, estudió ingeniería en Atenas hasta que sus estudios fueron interrumpidos en 1941 por la invasión nazi de Grecia. Como muchos otros de sus compatriotas, Xenakis ingresó al movimiento de resistencia antifascista, cosa que le llevó a militar en el Partido Comunista griego y terminada la Segunda Guerra Mundial, a participar en la guerra civil que surgió de inmediato en su patria. En enero de 1945 recibió una grave herida de obús en el lado izquierdo de la cara que le puso al borde de la muerte, provocándole la pérdida de un ojo y desfigurándole parte del rostro. En 1946 pudo finalizar sus estudios obteniendo el título de ingeniero, pero fue perseguido debido a su activismo político y condenado a muerte. Logró escapar y, gracias a un pasaporte falso, cruzar la frontera rumbo a Francia en 1947.
En París, ingresó en 1948, al famoso estudio del arquitecto Le Corbusier y durante cerca de diez años, colaboró activamente en varios proyectos arquitectónicos de relevancia como las unidades habitacionales de Nantes (1949), Briey-en-Forêt y Berlin-Charlottenburg (1954), los diferentes edificios constitutivos del plan de urbanismo de Chandigarh en India (1951) y el Centro Deportivo y Cultural de Bagdad (1957). Asimismo, Xenakis diseñó además dos importantes obras de la arquitectura del siglo XX: el Convento de Sainte-Marie-de-la-Tourette (1953) y el Pabellón Philips de la Exposición Internacional de Bruselas de 1958. Paralelamente a estos trabajos y proyectos, Xenakis estudió composición con Arthur Honegger y Olivier Messiaen de forma regular hasta 1952.  A partir de 1955, su música empieza a tener reconocimiento internacional, sobre todo gracias a la labor de difusión del director Hans Rosbaud que presenta sus obras en el Festival de Donaueschingen y a los artículos que le publica Hermann Scherchen en la prestigiosa revista de crítica musical Gravesaner Blätter. Así, para fines de los años 50, Xenakis ya es considerado un compositor de fuste y un interesante y polémico teórico musical que va exponiendo, unas tras otras, sus ideas y reflexiones filosóficas, científicas y musicales en varios libros, revistas, charlas y cursos. Como si esto fuera poco, su curiosidad científica le lleva a explorar el uso de la computadora en la composición musical bajo rigurosos preceptos algorítmicos, diseñando complejas formas de notación que desafían los postulados serialistas más ortodoxos. En 1966 Xenakis funda el EMAMu, conocido a partir de 1972 como CEMAMu (Centre d’Etudes de Mathematique et Automatique Musicales), instituto dedicado al estudio de las aplicaciones informáticas en la música.
Estos datos, ciertamente, nos hacen ver la estatura intelectual y artística de Xenakis, visualizando en su actitud vital y humana, una  virtud que aúna ciencia, técnica y humanidades a partir del doble proyecto vocacional de la arquitectura y de la música; proyecto que materializa y encarna de forma asombrosa toda su labor infatigable: a la vez ingeniero, arquitecto, músico, conocedor de la matemática y de las ciencias naturales;  conocedor de las ruinas que subsisten de música antigua, griega o de los tratados que nos han llegado de esas épocas. Un gran enamorado, por lo demás, de la cultura griega arcaica, micénica, homérica; de la filosofía presocrática, especialmente pitagórica; del mundo trágico de Sófocles, Esquilo y Eurípides y de la gran filosofía de Platón. Porque lo que puede rastrearse en Xenakis es la profunda convicción de que la música no puede quedar encerrada en sí misma bajo la fantasmagoría ideológica del “oficio puro”, como si de un mal juego alquímico se tratase. Al contrario, la música debe expandirse hacia horizontes de sentido siempre más altos, siempre exigentes, pero absolutamente inteligibles, pues su razón de ser es otorgar forma, orden, proporción, en un equilibrio aspirante a la armonía perfecta entre sí misma y el mundo. Y aquí, la palabra mundo implica una comprensión pitagórica de la realidad, es decir, una comprensión que busca entender el curso de la vida y de las cosas en un orden inteligible y aprehendible por medio de nuestra razón, pero nunca limitada ésta a un ejercicio instrumental y causalista, sino más bien en un amplio concepto que conlleve sensaciones, percepciones y sobre todo, la experiencia física del sonido. Por ello a Xenakis mal le viene la carátula de compositor “intelectual” o “de escritorio”, mal le viene el prejuicio de hacer una música abstracta. Para nada: Xenakis, en su música, apela a una inmediatez  singular con la cual tengamos que vérnosla con el sonido como parte intrínseca de nuestra verdad humana, como parte constituyente de la experiencia que configuramos respecto de la vida. La música es sonido y el sonido es una experiencia física, palpable que, sin  embargo, no puede quedar reducida a una mera superficie articulada de sonidos, ni tampoco encerrada en la especulación que la vuelve ajena en sus pretendidos laberintos invisibles.
En este sentido, las búsquedas de Xenakis apelando a la matemática, a la ley de probabilidades, a la física, a los principios arquitectónicos más reveladores y a la ciencia en general, son búsquedas que están al servicio de inscribir al discurso musical dentro de una noción de amplitud y pluralidad que rebase el estereotipo que nos hacemos con la así llamada música clasica o seria. Por supuesto que aquel gesto no es exclusivo de Xenakis: basta pensar, por ejemplo, en esos grandes músicos del siglo XX que, en su segunda mitad, evidencian esa congenialidad con los grandes avances de la ciencia: Pierre Boulez explica el carácter definitivamente inacabado de muchas de sus composiciones, refiriéndose al universo en continua expansión que toma como modelo especulativo las modernas teorías cosmológicas decantadas por la física posteinsteiniana. Por otro lado, la figura lúdica y radical de Karlheinz Stockhausen cuando habla de la necesaria recreación del quadriviun medieval, y compara alguna pieza suya a una constelación galáctica en espiral, o a orbitas de soles y de planetas en torno al eje central del piano o promovida por combinación de banda electromagnética e instrumentos de percusión. O pensemos en un gran precursor como lo fue Edgar Varese que se anticipo a todos ellos al comprender como creación de soles y de constelaciones su celebre obra lonization, para orquesta de percusión.
En Xenakis, de aquel modo, la música es una exploración pitagórica, una verdadera experiencia de la proporción y el orden, motivo por el cual el valor de los números es el principio generador de su mundo sonoro, ya que en ello se vislumbra algo para este músico, primordial: que la causa de que esta concepción sonora pudiera ser captada por la inteligencia, sería la manera más adecuada para que se pudiese determinar su razón y proporción. De este modo sería posible hallar armonía y orden en el cosmos para así exorcizar el primigenio caos (en rigor apertura, abismo o fondo sin principio ni fundamento). Ese desorden siempre temible y amenazador podría ser conjurado en virtud del Número y de la cualidad que éste posee de introducir un principio de razón en el universo o una inseminación de armonías aritméticas, geométricas, astrales. Así, lo irracional quedaría espantado y encantado. Se lograría sublimar su potencia destructiva.

En la vieja tradición pitagórica la tierra, los planetas, la esfera de las estrellas fijas, todos los cuerpos del cielo giran en torno a un fuego central, de naturaleza invisible. La propia tierra no esta fija, inmovilizada en el centro del universo. También ella da vueltas en torno a ese centro de fuerza y energía que Platón, en el Fedro, evocaba con el nombre mitológico de Hestia, la diosa vestal, o diosa del hogar. Ella mantiene vivo ese fuego del centro del cosmos, de naturaleza invisible, alrededor del cual gira la tierra. Xenakis se propone justamente visibilizar en el sonido esa idea, es decir, hacerla palpable en la naturaleza corpórea de la música. Eso es lo que podemos descubrir en la compleja y fascinante textura de sus piezas musicales, en sus obras sinfónicas, en sus obras de cámara, en sus notables piezas para piano e instrumentos solista. En la música de Xenakis nos hallamos en las antípodas de un sentir romántico, oscuro y enfermizo. Al contrario, se nos devela una sensibilidad alerta, dispuesta, generosa en señalarnos los camino de la luz por un sendero de sonidos que, aún en su vastedad de compleja factura, nos señalan que las Hespérides son una vivencia factible en nuestro mundo moderno y desencantado.