sábado, 21 de mayo de 2011

Addenda: Gustav Mahler por Christoph Eschenbach y la Orquesta de París

Para paliar un poco la triste contingencia de este 21 de mayo -con discurso presidencial incluido- es que deseo remitirles a un hallazgo significativo: la integral de las nueve sinfonías de Gustav Mahler interpretadas por la Orquesta de París dirigida por Christoph Eschenbach y grabadas en vivo.

Tal vez Eschenbach no es Bruno Walter ni Sir John Barbirolli, pero sus versiones de la música de Mahler son convincentes por lo intensas y por lo bien grabadas. Podrán ver los videos efectuados entre 2008 y 2009. Para mi gusto personal, que espero compartan. el clímax es la primera parte Veni Creator Spiritus de la Sinfonía n° 8 "Sinfonía de los mil"



La dirección es la siguiente: http://www.christoph-eschenbach.com/

jueves, 19 de mayo de 2011

Aproximacion imaginaria a Gustav Mahler (1860-1911)

Ayer 18 de mayo, se cumplieron 100 años del fallecimiento del compositor Gustav Mahler (1860-1911). Su música es tal vez una de las más sorprendentes, intensas y desafiantes que me ha tocado conocer y que he tenido el gusto de escuchar. ¿Cómo no hacer un alto en el camino y subir al blog un pequeño homenaje? Transcribo ahora  lo fundamental de un ensayo que escribí hace tiempo sobre este músico austriaco y que gentilmente, los amigos de La Cabina Invisible, publicaron el año pasado.

                                                      *
A orillas de un hermoso lago austriaco, a las seis y media en punto de la mañana, la cocinera de una confortable casa de verano se esfuerza por llevar un desayuno hasta una rústica cabaña vecina. Por alguna razón, ha escogido el sendero más empinado y resbaladizo para hacerlo. Cumplida su misión, vuelve sobre sus pasos, tratando de ocultarse entre los árboles del bosque. En ese momento, un hombre de aspecto severo, gestos nerviosos y ropa descuidada llega a la cabaña por un camino lateral. Prepara su sencillo desayuno con cierta torpeza (todos los días exige café recién tostado y molido, pan con mantequilla y una mermelada diferente) y se instala a retomar los hilos del día anterior, desentendiéndose de la espesa humedad matinal y otras incomodidades. Es Mahler, escribiendo su Quinta o Sexta sinfonía, o los Kindertotenlieder, intensamente concentrado, pendiente sólo del rumor interior que va generando su propia música.
            Muy lejos de sus ocupaciones como director de orquesta, las vacaciones de verano constituían para Mahler el verdadero momento de encuentro con su inspiración creadora. Ponía estrictas reglas a quienes vivían con él para que su labor musical no fuera perturbada en lo más mínimo. En la mañana, por ejemplo, no soportaba ver a nadie antes de ponerse a trabajar, ni siquiera a la cocinera que le llevaba el desayuno. Una vez que se vestía (y cuando estaba de vacaciones lo hacía con gran desaliño), iba directamente sobre su partitura y comenzaba a escribir sin otra compañía que las paredes de piedra de su cabaña o los árboles que la rodeaban. Su mujer y sus pequeñas hijas tenían que esperar que él saliera de su ensimismamiento y las llamara con un silbido para sumarlo a la vida familiar.
La voluntad de ensimismamiento, la idea de que el arte sólo puede encontrar su verdad como proceso interno que no imita a la naturaleza sino su fuerza autocreativa se ve representada en esta anécdota. Pero ésta no sólo se muestra como evidencia del tributo que Mahler rendía a la efigie del artista creador separado del mundo y que buscaba en la soledad el instante preciso para conjurar la totalidad de las fuerzas creativas, siendo fiel de aquel modo a la herencia romántica del genio y que Mahler podía entender en la compleja simbiosis que representaba para él la música de Beethoven y la filosofía de Arthur Schopenhauer (talismanes eminentes del mito del artista solitario y reconcentrado), sino que refleja en la candidez de su configuración, algo más problemático que buena parte de la música mahleriana lleva dentro de sí: la incomodidad que provoca rechazo o admiración, pero pocas veces la aceptación sin complicaciones, espontánea y sin trabas mentales que el oyente “normal” solicita en el rito social del concierto. Para nada. La música de Mahler es ese escarpado camino que nos lleva de la cotidianidad del desayuno hacia el aislamiento féerico de una cabaña perdida en el bosque: nosotros debemos ir hacia él, nosotros debemos peregrinar hacia la cumbre y si no lo hacemos, pues qué importa, igual bajo la mirada severa y colérica de su arte, éste se desplegará como si nada, mostrando en su furia, el conjuro que cae sobre todo aislamiento. ¿Quiénes en el siglo XX han entendido a esta música que inventa su propio “cordón sanitario”? Muy pocos y no es raro que sólo desde mediados de la década de los 60, la música de Mahler comenzara a ser aceptada con relativa regularidad en el convencional mundo de los conciertos. Pero la incomodidad existe, y ese aislamiento que constituye una de las características de esa música, prueba que bajo los amables ropajes del genio incomprendido, anida una insuficiencia de comprensión que nuestra costumbre de pereza espiritual cree disipar con la fantasmagoría de la “unión” entre todos. Como si La Canción de la Tierra o la Novena sinfonía, no fueran, por ejemplo, cotas máximas de esa lucha por vencer aquel cordón sanitario autoimpuesto y como si las tan traídas y llevadas triviales concepciones con las cuales se quiso enrostrar a esta música durante decenios no fuesen verdaderos espantacucos para niños mal criados de una modernidad autocomplaciente que desea ocultar y negar su fragilidad.
                                                                                                           
La contradicción entre ser y aparecer, entre reposo y movimiento, entre lo eterno y lo transitorio, entre el transcurrir como maldición de lo repetitivo y la irrupción de lo distinto. Esa contradicción se llama ironía. Mahler como el último de los románticos, aquel que lleva a su consumación el ansia de totalidad que se devela en el detalle y que encierra entre otras muchas cosas teatralidad, chabacanería, instantes sublimes,  danzas de la muerte, voces angélicas y un intenso sentimiento de la naturaleza, sólo parece posible como una música de elaboradísima artesanía artística que ya se sabe separada de lo popular y, por ende, transformada en un arte en extremo consciente, siendo así, capaz de vislumbrar por dónde venía el futuro (Schonberg) acreditando con eso, el gesto del artista visionario que desconoce la plenitud del porvenir, y que sin embargo lo intuye y aún lo entrevé. Pero asimismo es una música que en esa plenitud de conciencia sabía a lo que tenía que renunciar para llegar a las fronteras de la autenticidad expresiva. La música de Mahler no sólo es irónica por su inmanencia que ha hecho ver en ella a algunos comentaristas el preanuncio de la espectacularidad del sentir estético en un marco “postmoderno”, sino que es irónica pues nos hace recordar en un contexto de absoluta administración racional lo que nos gustaría olvidar: una idea de Dios y por ende de Infierno. Quizás eso pueda explicarse por la fascinación apasionada que una parte no menor del arte moderno ha tenido y tiene por la figura y obra de Dante, fascinación que, al menos en la primera mitad del siglo XX, desemboca en una crítica cultural característica y que tiende a la actualización de ciertos textos de épocas explícitamente metafísicas en una especie de contra-discurso que analiza la precariedad del sentir actual. Eso por ejemplo lo efectúan poetas como Eliot y George que entienden a Dante, cada uno a su modo, desde la perspectiva que otorga el haber interiorizado la experiencia de Baudelaire en tanto artista de la ciudad. Siguiendo con esta analogía, es entonces en aquel sentido que la música de Mahler puede ser oída como una relectura de cosas que querríamos olvidar o que creemos ya haber olvidado, pues si se ha exiliado la idea de Dios (por la que esta música pregunta desesperada) no lo ha hecho así con la idea de infierno. Que en una época de racionalidad ilustrada como la de Mahler –época que a pesar de todo sigue siendo la nuestra- y que tiene al naciente psicoanálisis como espejo que alivie la contradicción sea propicia para el surgimiento de un arte así, indica que  esta música asume a esa misma contradicción como algo que le es imperioso y necesario, algo a lo que no puede renunciar.

                                       Con lo anterior es posible entender la tragedia del artista moderno: su excesiva racionalidad y autoconciencia que le exige la actualidad en el tratamiento de su material y que revierte en el esfuerzo de llevar a cabo lo inverosímil: un verdadero pacto diabólico con las fuerzas “subterráneas” que se creen relegadas en la asunción contradictoria que el psicoanálisis enfatiza como instancia curativa. Una anécdota lo ilustra: la visita que Mahler realiza a Freud en Holanda, estando de viaje en 1910. De la correspondencia cruzada entre Mahler y su esposa y de Freud con Lou Andreas Salomé se desprende que el “resultado” de un apresurado tratamiento psicoanalítico serenó los atormentados meses finales de la vida del músico. ¿Realmente fue así? Si nos creyéramos con la autoridad que brinda la lectura (y la audición) de ese siniestro fragmento que es la inacabada Décima sinfonía, apreciaríamos que su testimonio aparece como irrevocable: Der Teufel tanzt es mit mir. Tal como sucede en Rilke, la asunción del “tratamiento” habría significado el apaciguamiento de los “demonios”, pero el silencio de los ángeles.
            Todo esto contribuye a pensar que la figura y la música de Mahler son uno de los modelos para Adrián Leverkhun, el personaje de Thomas Mann y que, precisamente, gracias a un pacto con el demonio le es permitida la genialidad artística. En el pacto fáustico se delata la sospecha que cualquier sociedad como la de Mahler o la nuestra, poseen del mero hecho del acto artístico. Éste es un milagro, pero si los milagros no existen ya que no existe un Dios que los valide, entonces ese acto es espurio, mal visto y abandonado en la corriente de la indiferencia. Pero esa misma indiferencia es diabólica, pues llevada al extremo grotesco de una sensibilidad vacía, desemboca en lo que Steiner a señalado con acierto en El castillo de barba azul, es decir, que el ennui surgido del siglo XIX, desembocará en el inferno del siglo XX: Verdún, Somme, Auschwitz, Vietnam, etc
            De aquel modo, de improviso, la música de Mahler se convierte en el telón de fondo perfecto para no sólo acompañar la violencia indecible que como humanidad hemos vivenciado, sino que también se convierte en una presencia absolutamente necesaria de nuestra contemporaneidad: lo que dice esta música es lo que aborrecemos y lo que hemos olvidado.
            En algunos instantes del Inferno de Dante, el Peregrino vislumbra la posibilidad cierta de una salida, sabe que Beatriz se encuentra aguardándolo. Esa posibilidad llamada esperanza –o en el mejor de los casos nostalgia- no deviene inmanente, sino anhelo o redención. Políticamente utopía. Si en la música de Mahler la presencia del infierno trae aparejada la nostalgia por un estado mejor -el paraíso-  éste surge tenaz en cuanto broma que destruye el hechizo fantasmagórico de la condena, es decir, de la repetición siniestra de lo indistinto. Pero en todo caso se trataría de una broma muy kafkiana que la música de Mahler hace resaltar del modo más atroz y necesario: “ciertamente existen muchas esperanzas, pero ninguna es para nosotros”.

lunes, 9 de mayo de 2011

La casa del ahorcado: la poesía de Horacio Castillo


A pesar del tiempo transcurrido, las noticias que van y vienen de uno y otro lado de la cordillera, algunas ediciones antológicas bastante informadas y la espiral de lecturas de poetas invitados de allá y de acá, creo que la imagen que podemos hacernos sobre la poesía argentina sigue estando para su valoración, bajo el alero de un puñado de ideas preconcebidas que, sin ser necesariamente inexactas, a veces las volvemos un tanto dogmáticas para nuestra concepción lectora. No sé si alguien compartirá mi opinión, pero a veces me da la sensación que buscamos leer en algunos autores trasandinos una manera de escribir o concebir la poesía que ya la quisiéramos para nosotros mismos. Tal vez por esa soltura de cuerpo o desinhibición que muestran ciertos poetas argentinos contemporáneos para ser críticos e irónicos con su propia y vasta tradición –o tradiciones más bien- o porque simplemente nos resulta acomodaticio leer lo que quisiéramos escribir. Como en todo –y en esto acontece algo similar como cuando ingenuamente articulamos cánones de la poesía norteamericana o anglosajona-  circulan nombres, tendencias, ideas y maneras a los cuales con mayor o menor fortuna atribuimos preeminencia, valor o interés. De aquella forma se han vuelto relativamente conocidos entre los lectores y autores chilenos, nombres como los de Martín Gambarotta, Washington Cucurto o Fabián Casas, articulándose de aquel modo una especie de mapa por el que a varios les gustaría navegar. Sin embargo, y sin ser provocativo, debo confesar que para mí no son autores que me llamen la atención o que susciten mi interés, salvo quizás algunos poemas de Casas que años atrás leí en la antología mexicana El decir y el vértigo. Pero parafraseando a Wittgenstein: “Ich mag es nicht”. Simplemente porque en la lectura de esos autores no hallo nada significativo y no tengo fuerza o ánimo para ir a contrapelo de mí mismo y justificar un pretendido interés sociológico, político, neocultural o de la índole que sea para decir que estoy al “día” en mis lecturas trasandinas.
Pero lo que sin duda ha resultado instructivo para mí como lector de este intercambio de noticias, poemas y tendencias desde el país vecino, es la posibilidad de poder detenerse y hurguetear sobre la cáscara gracias a un puñado de amigos que me han acercado a poetas que nunca sospeché hallar y que me parecen notables. 
En este sentido, le debo al narrador y poeta bonaerense Claudio Archubi el haberme dado a conocer la poesía de Horacio Castillo (1934-2010) en uno de mis últimos viajes a la capital trasandina. Desconocido el personaje y su poesía para mí, las insistentes y bien intencionadas presiones de Claudio dieron en una larga, graciosa e intensa conversación en la librería-café Clásica y moderna en Callao 892, en la primavera recién pasada. Y no puedo quejarme, pues su parsimoniosa simpatía y el encanto de Teresa, su esposa, fueron antesala perfecta para conocer la poesía de Castillo.
Varias son las cosas que me llamaron la atención de este poeta, incluso recóndito para los lectores argentinos. En primer término la brevedad de su obra de no más de seis o siete libros publicados a partir de 1971. Brevedad asimismo en lo que refiere a cada volumen que consta de no más de 20 a 25 poemas cada uno. Brevedad también en cuanto a la extensión de esos poemas que rara vez superan los cuarenta versos, predominando incluso una tendencia hacia la reducción epigramática. Pero también llama la atención otra cosa: frente al mito del poeta joven que hace su obra paso a paso, Castillo está entero él mismo, de pies a cabeza, desde sus primeros textos, textos que publica pasados los 35 años y que van creciendo paulatinamente en un estilo escritural que se hace identificable de inmediato.
Dos son las características de ese estilo, entre otras, que llaman la atención: una tiene que ver con una fascinante predilección por temas, motivos y símbolos de un acendrado clasicismo, clasicismo que no significa poblar el poema de ninfas, fuentes, jardines o espacios imaginarios de sensualidad indolente, para nada. Más bien, un clasicismo en dos sentidos: uno que va hacia la concisión verbal y arquitectónica de la formalidad del poema, dejando a un lado cualquier adjetivación redundante o simplemente excesiva y otro sentido que, en su profundidad simbólica, es posible rastrear en cierto Pessoa –Ricardo Reis- , en Stefan George o Constantino Kavafis y que alude a una comprensión trágica de la existencia, la pregunta por un destino y la desgarradura de una autoconciencia sabedora de sus limitaciones temporales y físicas, tomando como motivos algunas imágenes arquetípicas de la mitología antigua o la versión estilizada –transformada o traducida- de la misma, en un gesto de audaz contemporaneidad. Esto como eco de un permanente correlato mítico, al decir de Eliot, donde cierto arcaísmo se vuelve decisivo: no estamos ante el rescate de una sensibilidad greco-apolínea, sino más bien ante una búsqueda sensible que hace de la visión de Casandra su sino lacerante, una visión que tiene mucho de ritualismo preclásico y, por ende, austero, seco, tajante e impersonal. No deja de ser llamativo esto último, pues en los mejores poemas de Castillo, el yo lírico desaparece o se transforma en un “nosotros” que apunta siempre hacia la objetividad del enunciado como asimismo, se vuelca granítico en la asunción de la tercera persona del singular como prueba de su densidad suprasubjetiva. Eso le da a varios poemas de este autor un tono comedido y ascético.


Por eso y como segunda gran característica, es rastreable en el estilo de Castillo, un ejercicio de unir visión y reflexión en un solo todo. Ya la crítica más informada, ha querido ligar la poesía de Castillo con la de un Macedonio Fernández o la de un Alberto Girri, estableciendo con ellos una especie de genealogía de Gedankenlyrik. Acertada o no tal filiación, la poesía de Castillo creo que de todas formas puede establecer un diálogo fecundo con la poesía “neohelénica” de un Seferis, un Ritsos y un Elytis en una concepción, diríamos, postsimbolista donde la sabiduría oracular del verso establece una tensión con la demanda del mundo, llámese esta demanda historia o experiencia.
Todo esto, sin duda que convierte a la poesía de Castillo en una especie de discurso excéntrico, donde la peculiaridad de su manera se empareja con la brevedad de su obra, concentración que invita al lector exigente a plantearse la permanente pregunta acerca de la necesidad ya real o imaginaria de saber o conocer en nuestro continente de aquel mundo helénico que nos hablaba de dioses y fuerzas poderosas que podemos intentar racionalizar como mito y relato. En este sentido, en una visión más amplia, Horacio Castillo pertenece no sólo a la poesía escrita en Argentina a fines del siglo XX, sino a ese puñado de escritores e intelectuales latinoamericanos como son Ricardo Jaimes Freyre, Alfonso Reyes y Miguel Castillo Didier que han hecho de la antigüedad un modelo de enseñanza moral y utópica para nuestra, a veces, evanescente literatura.

Arte poética

Soltar la lengua, de manera que no trabe el producto
que viene desde adentro, impulsado
por una fuerza superior
y el hábil juego de riñón y diafragma;
insistir presionando los músculos
como para expulsar
un caballo o un cíclope;
repetir el procedimiento
provocándolo inclusive con los dedos
o una materia acre,
hasta quedar vacío, sólo reseca piel,
odre para colgar del primer árbol,
extenuada matriz de lo volátil, acaso de la luz.

Poema para ser recitado en la barca de Caronte

El paisaje es más hermoso de lo que habíamos imaginado:
estas murallas que caen a pico sobre nosotros,
aquel sol negro descendiendo sobre la laguna,
allá, a estribor, un arco iris que refracta la niebla.
Pero esta moneda de hierro entre los dientes,
este óbolo que debemos morder hasta el término del viaje,
cierra la boca que desea cantar.
Cantar para estas almas tristes sentadas en el banco,
mientras el cómitre marca con el látigo el compás,
mientras ordena remar sin interrupción,
cada vez más fuerte, cada vez más rápido, más lejos de la luz.

Arriba y abajo

a Hölderlin

Arriba nada ha cambiado en todos estos años:
la luna sobre el álamo,
la cresta de los techos,
el altillo donde el señor Scardanelli
reverencia cada día a sus huéspedes.

Abajo crecieron y tuvieron hijos,
van y vienen por vituallas y noticias,
o vuelven como ahora de enterrar algún muerto
y saludan de paso al carpintero vecino
que tiene como inquilino a un dios.
En el muslo del dios

En el muslo del dios, de padre libidinoso
como todos los padres y madre, ay, fulminada
me dispongo a nacer. ¿Pero qué me trajo aquí,
a este lugar secreto donde estoy a cubierto
de toda duda, de los que exigen la prueba
que nadie puede resistir –lo patente– y se exponen
al rayo? ¿Quién me trajo aquí, lejos de todo celo,
de los que un día me despedazaron y cocieron
mis miembros en un caldero o, según otros,
–y es lo que yo creo– me condenaron al polvo?
De todos modos no podían contra mí, contra
este doble corazón que alguien prestamente recogió y lavó y guardó,
a expensas del cual ha sido reconstituido
mi segundo cuerpo, animado por la misma alma
que permaneció tres días en la profundidad del infierno
–mi alma, que la muerte no pudo corromper
y que ahora, escondida, espera la verdadera ebriedad.
Porque sin despedazamiento no hay redención, sin muerte
no hay conocimiento, y traigo como prueba este cesto de uvas,
el misterio de la planta que nace de la ceniza
y crece y se expande y ofrenda al Universo
una nueva savia: gozo, no expiación.
¡Santa luz del día y torbellino celeste
de una nube viajera: danzo, luego soy!
Y tú, ternera de la tiniebla, alza también el pie,
salta, brinca, muerde, hinca, rompe, grita,
grita conmigo, el grito que te hará nacer.
Yo he vencido al mundo: alzo el tirso y el agua se convierte en vino,
bajo el tirso y se multiplican los panes y los peces,
y una vid infinita se ramifica entre las galaxias
y colma de pámpanos el sol y las demás estrellas.
A su sombra se ha tendido la mesa, se han dispuesto
el pan y el vino y nos aprestamos a cenar:
tomad y comed, éste es mi cuerpo,
tomad y bebed, ésta es mi sangre.
Ya está en llamas la perfumada cabellera,
arde la corona de hiedra y las hojas, crepitando,
se convierte en espinas; pero el vinagre sabe a miel,
y un río de flechas corre hacia el centro mismo de la Cruz.v Tomad y comed, éste es mi cuerpo
tomad y bebed, ésta es mi sangre
y tú, perra del Paraíso, alza también el pie,
ríe, canta, gime, danza, sueña, sangra,
sangra la sangre sin principio ni fin, sangra, sangra.


domingo, 1 de mayo de 2011

Contra la muerte

Con la reciente muerte de Gonzalo Rojas no sólo desaparece uno de los más grandes poetas del idioma, sino también uno de los últimos sobrevivientes de aquellos jóvenes que hacia 1938 asumían el desafío de intentar unir vida y poesía en un afán como pocas veces se ha visto en la literatura chilena. Un afán que los llevaría a explorar como herederos de Huidobro y Neruda, los límites más sinuosos de la experiencia, aventurándose entre el soliloquio desesperado que brinda la pesadilla más atroz y el contacto con las esferas silenciosas de la angustia metafísica como con los llamados y querencias persistentes de lo real en un sentido ampliamente histórico. De esa generación –la llamada Generación del 38- nos van quedando ahora imágenes, anécdotas, algunos recuerdos, un puñado de poemas notables en el horizonte del lenguaje y un desafío mayor para pensar el significado profundo de esas obras que se levantan sobre un Chile que ha ido dejando de existir y cuya virtual madurez Bicentenaria se ve asediada por el cariz crítico que esa generación propuso como imperiosa a la hora de querer vernos a nosotros mismos ante el espejo de la Historia.  
Coetáneo de Eduardo Anguita, Braulio Arenas, Enrique Gómez Correa, Miguel Serrano, Omar Cáceres, Gustavo Ossorio, Volodia Teitelboim, Jorge Cáceres y Nicanor Parra; la figura de Rojas y, por ende, la de su poesía, ha tenido una recepción amplia, lúcida, entusiasta y generosa que atraviesa edades, intereses, idiomas y continentes. Desde el erudito scholar de universidad norteamericana, hasta el anónimo adolescente que busca una salida expresiva para sus anhelos y demonios, la poesía de Rojas transversaliza un sentir, una actitud vital, un derroche de imaginación y deseo. No pocas veces, en mi calidad de lector, me he preguntado por los motivos que hacen atrayente a una poesía como ésta, las razones por las cuales uno vuelve sobre ella como para beber de un manantial de juventud. El poeta Eduardo Milán apuntaba una vez que esa atracción, ese maravillamiento ante el portento verbal e imaginativo de la poesía de Rojas se debía, fundamentalmente, a la consideración mestiza de su entramado formal. No señalaba el autor uruguayo a la tan traída y llevada retórica del mestizaje de la sangre, sino más bien a la manera genial con que el poeta de Chillán establecía un cruce único en su escritura entre la mímesis del habla cotidiana y el lenguaje de la poesía de invención en donde es posible hallar una fecunda interpolación regulatoria del recurso metafórico para establecer una serie de coordenadas de sentido en el tráfago discursivo que recibe una sólida apoyatura rítmica. Que esa apoyatura se vuelva no un pastiche de la música conversacional a lo Eliot, sino más bien recurso de asimilación eufónica y cálculo, ejemplifica con creces no sólo la herencia vanguardista que Rojas aprendió, entre otros de Huidobro y Apollinaire, sino además el encandilamiento verbal que es posible rastrear desde Rubén Darío en adelante. Esto, por supuesto, trae a lugar esa especial manera que tiene la poesía de Rojas para relacionarse con la tradición: nunca monumentaliza, nunca la vuelve homenaje vacío de referencias culturales que requieren de nosotros sólo admiración. En absoluto, en Rojas la tradición es experiencia, experiencia lectora en primer término, pero también experiencia vivida, aprendizaje lingüístico y enseñanza moral, es decir, conductual. Desde Propercio a Pound, pasando por la poesía china y Celan, desde Catulo hasta Breton, en Rojas, los términos contractuales con la cultura no son caducables, al contrario, se transforman una y otra vez en el ensanchamiento del sentido para, a través del diálogo que establece, pueda revindicarse a esa tradición como una entidad de presente que se reinventa una y otra vez como un genuino acto de memoria.
Sin embargo, todo esto no sería posible si la poesía de Rojas no tuviera como fundamento de su vigor imaginativo la materialidad misma del lenguaje. De aquel modo en Rojas, la retórica ha devenido una funcionalidad al servicio de la expresión y el riesgo, ha devenido una retórica en contra del anquilosamiento verbal, un verdadero juego pirotécnico que para cualquier lector con un oído formado en las cadencias del idioma, se vuelve ya una música de refinada sugerencia, ya un volcán de energía capaz de estremecer la fibra física de nuestra percepción. Hay ahí un recordatorio fascinante para toda poesía contemporánea que nos hace volver sobre algo primigenio y muy desterrado de nuestra percepción consciente: que la poesía antes de ser escritura, fue canto. En ese entendido la sintaxis del lenguaje poético rojiano es portentosamente libre, pero siempre rigurosa y la mayor de las veces certera. Un artífice, pero también un buscador, un hacedor de formas, pero también un animal imaginativo como pocos.
Pero asimismo, de modo simultáneo al encandilamiento que significa leer a Rojas, para mí y varios otros, su presencia y conversación marco fuertemente esas decisiones tan personales a las que un adolescente o un joven aprendiz ve sometida su existencia cuando de asumir a la poesía como conducta se trata. En un indudable gesto de raigambre huidobriana, la influencia de Rojas fue primordial para muchos: su magisterio, su capacidad de hacer ver al otro cosas que hasta ese instante se juzgaban de cualquier otra forma, su opinión variada y a veces hasta contradictoria, pero que siempre exigía de su interlocutor, atención y lucidez. Un maestro sin duda, un maestro que acompañaba caminos, severo y generoso a la vez. En este sentido, los testimonios van desde Pedro Lastra y Gonzalo Millán hasta Andrés Morales, Marcelo Pellegrini y Sergio Muñoz Arriagada. Tal vez por eso Gonzalo Rojas ha sido uno de los últimos cultores de una manera de transmitir o comunicar un oficio de siglos por medio de una conducta consciente, elevando a un grado primordial, la mímesis o imitatio de la personalidad para poder entender lo que significa ser poeta, una cosa similar en algún grado a lo que el Kreis efectuaba en torno a la figura del poeta Stefan George. Aquella manera, en flagrante contracorriente a nuestra época, ciertamente es la parte más frágil que puede ser olvidada, pues vivimos en una desmemoria continua, asediada por una multidiscursividad ágrafa que literalmente ha socavado nuestra percepción de lo que es o no poético. Y por ello no se trata de aceptar sin miramientos y de modo unilateral lo que un poeta –en este caso Rojas- propone a través de su conducta como ejemplo prístino para la vida. Humano como todos, sin duda sus errores fueron rotundos, incluso su conducta en mas de alguna ocasión, brusca o desconsiderada. Pero justamente en esas flaquezas tan cotidianas es donde esas otras cualidades adquirían relieve, un significado que a muchos y a mi en particular, nos hacia pensar y replantearnos frente al hecho mismo de escribir y ver si era posible aun una analogía entre la vida y la escritura.
No se si los poetas mas jóvenes leen con la misma intensidad a Rojas como hace quince o veinte años atrás. Tampoco se si sus poemas pueden despertar en ellos la conciencia de asumir un oficio con incontestable rigor y renuncia y mucho menos saber si, a pesar de toda la bibliografía existente que pretende explicárnoslo, se tiene presente el portento verbal e imaginativo que esa poesía significa para lo escrito en nuestro idioma, tal como ha significado lo escrito por Vallejo, Neruda, Lezama o la Mistral.
Quizás sólo en la noche oscura –la auténtica noche de todo poeta- donde un adolescente lee y reconoce sus ansias en un puñado de palabras, es hallable , acaso, una respuesta.